38. visita

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—¿Como te sientes, Grace?

La pregunta llegó a mis oídos pero no directamente a mis pensamientos al instante. La mujer en ropas grises que veía cada sábado me miraba con paciencia y calma; una actitud acertada para cualquier tipo de paciente.

Fiona, mi psiquiatra, esperaba mi respuesta, y podía notarlo cuando inclinó suavemente su cabeza para observarme sin la obstrucción de sus lentes para leer. Arrugué un poco la camisa blanca y respiré hondo. Sabía que no tenía apuro y Fiona no iba a preguntarme de nuevo hasta que contestara, pero la ansiedad, aunque fuera poca, siempre estaba ahí. Estaba ahí esa picazón en las manos y pies, esa constante espera a que algo trágico pasara y el tik-tak del reloj se detuviera de golpe. Fiona me dijo que jamás iba a poder superar eso si no trabajaba conmigo misma: la respiración lo era todo.

Inhale. Cerré los ojos, dejé de cerrar los puños. Exhale y volví a abrirlos para observar a la mujer que estudiaba mis movimientos en silencio. Sabía que aprobaba mi manera de calmarme. Entonces, cuando me sentí más tranquila, decidí pensar en mi respuesta.

Llevaba un mes y medio en el Hospital Psiquiátrico de Nueva York, y debo decir, que a pesar de todo, estaba mejorando. Las enfermeras no eran tan simpáticas como lo plantearon la primera vez que puse pie ahí dentro, cuando mi madre lloró de nuevo antes de dejarme en ese lugar. De todas maneras había logrado agarrarle cariño a alguna de ellas. Los primeros días no fueron mis preferidos. Sufrí en el extraño de mi madre y mis amigos, de mi vida normal. Tuve tantos ataques de ansiedad como nunca, y las enfermeras no lograban callar mi llanto desesperado. Quise acabar con todo muchas veces, pero no había manera, estaba muy bien protegida de cosas que pudiesen hacerme daño.

El primer sábado de sesión con Fiona calmó bastante las cosas. Ella era la profesional que jamás esperé tener. Me recetó las primeras dosis de medicamento para la semana, las cuales tardaron un poco en hacer efecto, pero lograron mejorar mi comportamiento. Ya no me sentía como en una horrible prisión, sino más bien como en un hospital, tal como lo que era.

Aunque los enfermeros me insistieron en que socializara durante las actividades recreativas de las tardes, no lograron convencerme. No estaba lista ni quería juntarme con nadie. No estaba lista para que me juzgaran y tampoco estaba lista para juzgar a otros. Lo que me ayudó a sobrevivir antes de mi primera visita fue el cuaderno de pensamientos que Fiona me regaló; escribía en ella todas las tardes a las seis, pues no podía llevármela conmigo –las hojas eran consideradas potenciales armas de autolesión–, y a las siete era hora de cenar.

Era un sistema puntual y sin faltas que programaba a mi cerebro para que se mantuviese ocupado y menos estresado. Realmente funcionaba, y el medicamento también lo hacía. Tuve mi primera visita el jueves de la segunda semana: Alex y mi madre. Fue rápida, en resumen, todas lloramos un poco, pero también podíamos ver un alivio que circulaba en el alma de cada una.

Las siguientes semanas fueron exactamente iguales. Jueves visitas, mi madre, Alex y a veces Michael, pues no dejaban venir a muchos. Viernes, noche de películas. Seis de la tarde cuaderno de pensamientos. Sábados terapias. Y a diario medicamentos. Lo habían logrado: habían logrado hacerme pensar menos, distraerme y eliminar las ganas de terminar con mi vida. Incluso cuando tuviese momentos de ansiedad y estrés, comprendía que aún había un futuro, un camino y un pasado del que aprender.

Suspiré y respondí por fin.

—Estoy bien —sonreí de lado. Fiona me imitó y asintió antes de apuntar algo en su libreta.

ɴᴏ ᴊᴜᴇɢᴜᴇꜱ ᴄᴏɴᴍɪɢᴏ, ᴛ | Timothée ChalametDonde viven las historias. Descúbrelo ahora