SLUMP

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Winston llamó al camarero

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Winston llamó al camarero.

—Yo quiero un sandwich —dijo, sonriéndole—. ¿Qué sandwiches tiene?

—¿Qué quieres? —preguntó Lee, molesto por la interrupción.

—No lo sé exactamente —dijo Moor, mirando la carta—. ¿Podrán hacer un
sándwich de queso derretido con pan integral tostado?

Moor se volvió hacia el camarero con una sonrisa que quería ser juvenil.

Lee cerró los ojos mientras Moor intentaba transmitir el concepto de queso derretido sobre una tostada de pan integral. Moor se mostraba encantadoramente desvalido con su inadecuado español. Estaba montando el número del niño en un país extranjero.

Moor sonreía a un espejo interior, una sonrisa sin rastros de calidez, pero
no era una sonrisa fría; era una sonrisa sin sentido de la decadencia senil, la sonrisa que acompaña a una dentadura postiza, la sonrisa de un hombre envejecido y metido en la solitaria reclusión del exclusivo narcisismo.

Moor era un hombre delgado y joven, de pelo rubio habitualmente un tanto largo.

Tenía ojos azul pálido y piel muy blanca, unas manchas oscuras debajo de los ojos y dos profundas arrugas a los lados de la boca. Parecía un niño y al mismo tiempo un hombre prematuramente envejecido. Su rostro mostraba los estragos del proceso de la
muerte, las marcas del deterioro en una carne apartada de la carga vital que da el contacto. A Moor lo motivaba —literalmente lo mantenía vivo— el odio, pero en ese odio no había pasión ni violencia.

El odio de Moor era una presión lenta y constante, débil pero de una infinita persistencia, que esperaba el momento oportuno para aprovecharse de cualquier debilidad del otro. El lento goteo del odio de Moor le había grabado arrugas decrépitas en la cara. Había envejecido sin la experiencia de la vida, como un trozo de carne que se pudre en el estante de una despensa.

Moor tenía la costumbre de interrumpir un relato cuando estaba a punto de llegar a su conclusión. Con frecuencia iniciaba una larga conversación con un camarero o con cualquiera que tuviera a mano, o se volvía distraído y distante, bostezaba y
preguntaba: "¿Qué decías?" como si acabaran de traerlo a la sosa realidad
arrancándolo de unas reflexiones de las que los demás no tenían noción.

Moor se puso a hablar de su mujer.

—Al principio, Minhk, dependía tanto de mí que literalmente tenía un ataque de histeria cada vez que yo me iba al museo donde trabajo. Logré fortalecerle el ego hasta el punto en que dejó de necesitarme, y entonces no tuve más remedio que irme. No podía hacer nada más por ella.

Moor se hacía el sincero. "Dios mío", pensó Lee, "se lo cree de verdad."

Lee pidió otro tequila doble. Moor se levantó.

—Bueno, debo irme —dijo—. Tengo muchas cosas que hacer.

—Oye —dijo Lee—. ¿Qué te parece si cenamos juntos esta noche?

—Bien, de acuerdo —dijo Moor.

—A las seis en la K. C. Steak House.

—De acuerdo.

Moor se fue.

Lee bebió la mitad del tequila que el camarero le puso delante. Había frecuentado a Moor en Nueva York durante varios años y nunca le había gustado. A Moor no le gustaba Lee; en realidad, no le gustaba nadie. "Debes de estar loco", se dijo Lee, "intentando ligar en esa dirección cuando sabes la arpía que es. Esos personajes dudosos pueden ser más venenosos que cualquier maricón."

Cuando Lee llegó a la K. C. Steak House Moor ya estaba allí. Tenía con él a Tom, otro chico de Salt Lake City. "Se ha traído a una chaperona", pensó Lee.

"... Me gusta el chico, Tom, pero no soporto quedarme a solas con él. Todo el tiempo trata de llevarme a la cama. Eso es lo que no me gusta de los maricas. No se puede mantener la relación en el plano de la amistad..."

Sí, Lee oía esa conversación.

Durante la cena Moor y Williams hablaron de una barca que planeaban construir en Ziuhuatenejo. Lee creía que era un proyecto estúpido.

—Creía que la construcción de barcas era cosa de profesionales —dijo Lee. Moor hizo como que no oía.

Después de la cena Lee volvió a la pensión de Moor con Moor y Williams. En la puerta, Lee preguntó:—Caballeros, ¿no les apetece un trago? Voy a buscar una botella...

Miró a uno y después al otro.

—Bueno, no. Es que queremos trabajar en el plan de construcción de la barca.

—Entiendo —dijo Lee—. Bueno, los veré mañana. ¿Podríamos encontrarnos a tomar algo en el Rathskeller, a eso de las cinco?

—Yo creo que mañana estaré ocupado.

—Sí, pero tienes que comer y beber.

—Bueno, pero ahora esa barca es más importante para mí que cualquier otra cosa. Va a ocupar todo mi tiempo.

—Haz lo que quieras —dijo Lee mientras se iba.

Lee estaba muy dolido. Oía a Moor diciendo: "Gracias por la interferencia, Tom. Bueno, espero que se haya dado cuenta. Claro que Lee es un tipo interesante y todo eso... pero no aguanto esta situación homosexual."

Tolerante, mirando las dos caras del asunto, hasta cierto punto comprensivo, finalmente forzado a poner un límite diplomático pero firme. "Y de veras se lo cree", pensó Lee. "Como toda esa estupidez de fortalecerle el ego a su mujer. Puede regodearse con las peores vilezas y
al mismo tiempo considerarse un santo. Vaya truco."

En realidad, el rechazo de Moor estaba calculado para causar el máximo dolor
posible, dadas las circunstancias. Ponía a Lee en el lugar de un marica odiosamente insistente, demasiado estúpido o insensible para ver que sus atenciones no tenían eco, llevando a Moor a la desagradable necesidad de trazar una línea.

Lee se apoyó unos minutos en una farola. La impresión lo había despejado, quitándole la euforia de la borrachera. Ahora se daba cuenta de lo cansado y débil que estaba, pero aún no se sentía preparado para volver a casa.

 Ahora se daba cuenta de lo cansado y débil que estaba, pero aún no se sentía preparado para volver a casa

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Homosexual²/ChanhoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora