We Go

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—¿Vamos a mi apartamento a tomar una copa? Tengo un poco de brandy Napoleón

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—¿Vamos a mi apartamento a tomar una copa? Tengo un poco de brandy Napoleón.

—Bueno —dijo Chan.

—Es un brandy muy humilde, nada que ver con esa melaza turística con obvios
efectos de aromatizantes que tanto atrae al gusto masivo. Mi brandy no necesita recurrir a trucos de mala calidad para impresionar y coaccionar el paladar. Vamos.

Lee llamó un taxi.

—Tres pesos hasta Insurgentes y Monterrey —dijo Lee al conductor en su atroz español. El conductor dijo cuatro. Lee indicó por señas que siguiera. El conductor masculló algo y abrió la puerta.

Dentro, Lee se volvió hacia Chan.

—Es evidente que el hombre alberga pensamientos subversivos. Cuando yo
estaba en Princeton, la moda era el comunismo. Si tu meta era acomodarte en la sociedad, quedabas señalado como patán estúpido o como sospechoso de ser un pederasta episcopaliano. Pero me mantuve firme contra la infección... del comunismo, claro.

—Aquí. —Lee le dio tres pesos al conductor, que masculló algo más y arrancó haciendo un tremendo ruido.

—A veces pienso que no les caemos simpáticos —dijo Chan.

—La antipatía de los demás me tiene sin cuidado —dijo Lee. La cuestión es ¿qué pueden hacer? Aparentemente nada por ahora. No tienen luz verde. Ese conductor, por ejemplo, odia a los gringos. Pero si mata a alguien, cosa que probablemente hará, no será a un norteamericano. Será a otro mexicano. Quizá a su mejor amigo. Los amigos son menos aterradores que los desconocidos.

Lee abrió la puerta de su apartamento y encendió la luz. El apartamento estaba invadido por un desorden aparentemente irreparable. De vez en cuando se veía algún esfuerzo inútil por poner las cosas en pilas. No había nada que diera un toque acogedor a la habitación. Ni cuadros ni adornos. Estaba claro que ninguno de los muebles era suyo. Pero la presencia de Lee impregnaba el apartamento.

Inmediatamente se reconocía que un abrigo sobre el respaldo de una silla y un sombrero sobre la mesa pertenecían a Lee.

—Te prepararé un trago. —Lee sacó dos vasos de agua de la cocina y sirvió en
cada uno cinco centímetros de brandy mexicano.

Chan probó el brandy.

—Dios mío —dijo—. Napoleón debió de orinar en esto.

—Me lo temía. Un paladar ignorante. Tu generación nunca ha aprendido los
placeres que un paladar educado confiere a una minoría disciplinada.

Lee tomó un largo trago del brandy. Intentó proferir una exclamación de éxtasis, inhaló un poco los gases y empezó a toser.

—Es espantoso —dijo cuando recuperó el habla—. De todos modos es mejor que el brandy de California. Tiene un regusto a coñac.

Hubo un largo silencio. Chan estaba recostado con la cabeza apoyada en el
sofá. Tenía los ojos entornados.

—¿Puedo enseñarte la casa? —dijo Lee, poniéndose de pie—. Aquí tenemos el
dormitorio.

Chan se levantó despacio. Entraron en el dormitorio, y Chan se acostó en la cama y encendió un cigarrillo. Lee se sentó en la única silla.

—¿Más brandy? —preguntó Lee. Chan dijo que sí con la cabeza. Lee se sentó en el borde de la cama, le llenó el vaso y se lo dio. Lee tocó el suéter—. Qué bonito —dijo—. Esto no lo han hecho en México.

—Lo compré en Escocia —dijo Chan. Tuvo otro violento ataque de hipo y se
levantó y corrió al cuarto de baño.

Lee se quedó en la puerta.

—Qué lástima —dijo—. ¿Qué te habrá pasado? No has bebido mucho. —Llenó
un vaso de agua y se lo dio a Chan—. ¿Estás bien ahora? —preguntó.

—Sí, creo que sí. —Chan volvió a acostarse en la cama.

Lee alargó una mano y tocó la oreja de Chan y le acarició el lado de la cara.

Chan levantó una mano y cubrió con ella la de Lee y la apretó.

—Quitemos ese suéter.

—Muy bien —dijo Chan. Se quitó el suéter y después volvió a acostarse.

Lee se quitó los zapatos y la camisa. Abrió la camisa de Chan, mientras juntaban sus bocas y se daban un apasionado beso. Minho metió la mano en la camisa y fue bajando con ella por las costillas y el estómago de Bang, que se contrajo al contacto con los dedos.

—Dios mío, qué delgado estás —dijo Chan mientras acariciabael cuerpo de Minho.

—Soy muy pequeño.

Lee le quitó los zapatos y los calcetines a Chan. Le aflojó el cinturón y le
desabotonó los pantalones.

Chan arqueó el cuerpo y Lee le quitó los pantalones y los calzoncillos. Dejó caer sus propios pantalones y calzoncillos y se acostó al lado de Chan.

Chan respondió sin hostilidad y sin asco, pero en sus ojos Lee vio una curiosa distancia, la calma impersonal de un animal o de un niño.

Más tarde, mientras yacían ambos boca arriba fumando, Lee dijo:—Oh, a propósito, has dicho que tenías una cámara empeñada y estabas a punto de perderla.

A Lee se le ocurrió que no era el mejor momento para sacar el tema, pero decidió que el otro no era el tipo de persona que se ofendía.

—Sí. Por cuatrocientos pesos. Vence el próximo miércoles.

—Bueno, pasemos por allí mañana y rescatémosla.

Chan levantó de la sábana un hombro desnudo.

—De acuerdo —dijo.

—De acuerdo —dijo

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Homosexual²/ChanhoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora