Aquella tarde no jugaron, simplemente pasearon por la aldea todos juntos, viendo trabajar a los adultos dentro y fuera de sus casas. Pasaron varias veces por el centro, donde algunos aldeanos intercambiaban cosas. Esa tarde, el bibliotecario discutía con el agricultor, tratando de colocarle unos libros de los que no veía la manera de deshacerse. Era absurdo tenerlos, pero también se lo pareció al agricultor, que no entendía para qué querría alguien que se pasaba la vida plantando trigo y hortalizas, un libro sobre minería.
Los escucharon discutir durante un buen rato, tratando de aprender ellos también el arte de intercambiar cosas con otros vecinos. Pero en esa conversación no había ningún tipo de arte, porque, aunque el bibliotecario era bastante calmado, el agricultor estaba empezando a perder la paciencia. El bibliotecario seguía en sus trece y no aceptaba el intercambio a menos que se llevase esos endemoniados libros que no hacían más que coger polvo en su estantería. El agricultor se negaba rotundamente, tratando de colocarle algunas hortalizas que tampoco veía la manera de vender. Los niños se echaron a reír con el panorama, ya que el bibliotecario acabó por darse cuenta de que el agricultor trataba de venderle también cosas en mal estado.
—¿Pretendes que me lleve estas patatas envenenadas? —preguntó el bibliotecario—. ¿Acaso tengo cara de necio?
—¿¡Cómo que patatas envenenadas!? ¿¡Dónde ves que estén envenenadas!? —preguntó nervioso el agricultor.
—Quizá en estas ramificaciones verdes y en este color podrido que tienen —respondió el bibliotecario, mirándole por encima de las gafas con tranquilidad—. Al menos yo estoy tomándome en serio el intercambio. Intento ofrecerte unos libros en perfecto estado, no como tú, que pareces tener intención de asesinarme.
—¡¿Y se puede saber para qué quiero yo unos libros de minería?! —exclamó el agricultor.
De un momento a otro, el intercambio se puso más violento que de costumbre y el agricultor se lanzó contra el bibliotecario, avergonzando a su hijo entre sus amigos, que lo estaba viendo todo desde la distancia. Al final, entre el carnicero y el sacerdote lograron separarles y les advirtieron que no volvieran a pelearse. Menudo ejemplo para la juventud. El agricultor se colocó la ropa y cogió su cesta con un enfado infantil, marchándose con ella hacia otra casa arrastrándola por el suelo.
El bibliotecario se alejó de la zona de intercambio como si no hubiera pasado nada. Recogió sus libros y se marchó sin más, maldiciendo por lo bajo por tener que volver a casa con los libros, que parecía que solo lograba sacarlos de paseo.
Los niños siguieron caminando, hablando animados entre todos. Todos, menos el hijo del cartógrafo, que no tenía muchas ganas de decir nada. Como de costumbre, sus amigos solo hablaban de lo maravillosos que eran los oficios de sus padres, aunque el padre de uno de ellos acababa de dar un espectáculo bochornoso. Pero eso no parecía importarles mucho a ninguno, porque al final, todos avanzaban en sus futuros oficios. Todos... menos él.
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Lᴀ ʀᴏꜱᴀ ᴅᴇʟ ɢóʟᴇᴍ ᴅᴇ ʜɪᴇʀʀᴏ 「Minecraft」
Hayran Kurgu«Las rosas rojas que dejan los gólems de hierro al morir, son aquellas que no pudieron regalarles a los niños que quisieron ser sus amigos.» ▶Esta historia está basada en la teoría que subió Warfredone a su canal de Youtube sobre los gólems oxidados...