Parte senza titolo 2

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La despertó un débil rayo de sol que se colaba por las contraventanas de la habitación y caía justo en la mitad superior de su cara. Notó calor en los párpados y los abrió, sorprendida. Hacía varios días que no amanecía un día despejado. Antes de viajar para el nuevo curso a Cornualles, en el sur de Inglaterra, ya sabía que el tiempo no iba a ser precisamente amable. Aunque Irene no era de esas personas cuyo humor varía con el color de las nubes, esa mañana agradeció el cambio. Había oído decir que en aquella zona llovía el 89 % del tiempo. El particular emplazamiento de su colegio en lo alto de un acantilado hacía aún más dramático el clima. La escuela Saint Roberts se encontraba a veinte kilómetros de la aldea más cercana, que no merecía el nombre de pueblo. Era un puertecito tristón formado por cuatro casas, una iglesia y un pub destartalado, el Dog & Bone, donde se servía inexorablemente pescado —sopa de pescado, pastel de pescado, pescado con patatas, pescado en salsa de guisantes y de… pescado— acompañado de cerveza caliente sin espuma. Llamaban real ale a aquel brebaje, intragable para ella. Mientras el mar helado inundaba sus ojos, Irene tuvo que hacer un esfuerzo para recordar dónde estaba. Le sucedía lo mismo cada amanecer. Luego salió de la cama con sigilo, tratando de no despertar a Martha, su compañera de cuarto, que dormía con un antifaz para que la luz no la desvelara antes de que sonase el despertador. Se dispuso a vestirse para afrontar el día. A primera hora tocaba clase de mates. Iba a ser un aburrimiento mortal, pero casi lo prefería. Los ejercicios de la señorita Feanney le permitirían empezar la mañana con suficiente calma para idear una estrategia de supervivencia. Liam no estaba matriculado en matemáticas, pero iba a coincidir con él en el resto de clases. ¡Menuda situación!, pensó Irene. No se veía capaz de hablarle, ni siquiera de mirarlo a los ojos. Se sentía muy pequeña, estúpida y sola, sin ningún apoyo con el que afrontar su primer desengaño amoroso. Había pasado la noche en blanco tras vagar durante horas cerca del acantilado donde moría el camino del Saint Roberts. Una vez allí, arrullada por el rugido del mar que mordía las rocas, se había sentido un poco mejor. Le había pasado por la mente llamar a casa, pero descartó aquella idea de inmediato. Su madre aún no se había recuperado del divorcio —lloraba todos los días—, y ella no quería contarle sus problemas precisamente ahora. ¿Llevaría escrito el fracaso amoroso en los genes?, se había preguntado al borde del precipicio. «Tengo que ser fuerte», se dijo con poca convicción mientras se ataba los cordones de los zapatos. Se juró solemnemente aguantar la jornada con la cabeza alta. Sólo serían unas horas. Luego podría retirarse a su cuarto y dar rienda suelta a las lágrimas que trataba de contener desde la tarde antes en el acantilado. Durante la clase de la señorita Feanney había sido incapaz de entender una sola fórmula. Mientras sedirigía ahora a clase de gramática, sintió que el cuerpo le pesaba una tonelada. Al cruzar el umbral de la puerta, lo vio. Hablaba relajadamente con dos compañeros del equipo de fútbol. Medio apoyado en una mesa, tenía las mangas de su resplandeciente camisa blanca subidas hasta mitad del brazo. Los chicos reían con ganas mientras Liam les mostraba algo en un papel. Irene se asustó al verle alzar la cabeza para mirarla. Notó cómo la sangre se agolpaba en sus mejillas mientras se precipitaba hacia su pupitre justo cuando sonaba el timbre. El profesor Hugues entró en clase con un montón de ejercicios corregidos en una mano y un pliego de hojas en la otra. Enseguida empezó a repartir papeles, y comenzaron a oírse exclamaciones ahogadas aquí y allá. Era un profesor duro. Su mano no dudaba en escribir SUSPENSO si el alumno cometía sólo dos faltas de ortografía. En las pocas semanas que llevaba en Saint Roberts, Irene no había conseguido pasar del aprobado pelado. Su cosecha de C, C— y alguna raquítica C+ la hacía sentir en la cuerda floja todo el tiempo. Hugues pasó por su lado y depositó fríamente sobre su mesa la hoja con la redacción de la semana anterior. ¡No podía ser! ¡Una D! Suspendida. Pero ¿por qué? «Justamente hoy…», se dijo antes de dar la vuelta al papel, donde descubrió tres círculos rojos que señalaban tres fatídicos errores gramaticales. Así que era eso. ¡Maldita gramática!, gritó en silencio mientras sus lágrimas pugnaban por derramarse. Al final de su redacción había una nota del profesor escrita con rotulador rojo: LÁSTIMA. TIENES BUEN ESTILO, PERO LA EJECUCIÓN HA SIDO POBRE. Incapaz de ver la parte positiva de aquel comentario, Irene se lamentó con amargura por su racha de mala suerte. Dominada por pensamientos funestos, visualizó el terrible momento en que sus padres abrirían la carta con sus tristes calificaciones. Las leerían sentados en sillones diferentes de salones distintos, en casas separadas, pero la conclusión sería la misma: tanto dinero gastado para una inútil. Alguien que le tocaba la espalda la arrancó de aquellos pensamientos. Era Heather, una barbie insufrible que se sentaba detrás de ella. Le pasó un papel arrugado y anunció: —Me han dicho que te dé esto. Irene enrojeció al leer el mensaje apuntado en el trozo de folio: MIS LABIOS TAMBIÉN TIEMBLAN Y SUSPIRAN POR LOS TUYOS. OH, IRENE, POR FAVOR, TE IMPLORO PIEDAD, CONCÉDEME TAN SÓLO UNA MIRADAY SERÉ TUYO PARA SIEMPRE. Irene miró confusa a su alrededor, tratando de encontrar al autor de la nota. ¿Era Liam? De ser así, ¿por qué repetía algunas palabras que ella había escrito en su declaración de amor? Su compañera de cuarto, que milagrosamente había conseguido despertarse y se sentaba en la fila de al lado, alargó la mano y le pasó otro papelito: OH, DIOSA, MI AMOR, UN BESO TUYO EN LOS PÁRPADOS SERÍA MI CIELO PARTICULAR. Irene arrugó el papel, furiosa con las risitas que se escuchaban al fondo de la clase. Trató de entender lo que estaba pasando. No podía ser Liam, porque los mensajes no estaban escritos con su letra. Pero ¿cómo podían saber los demás lo que ella había escrito hacía sólo unas horas? No, era imposible, totalmente inconcebible. Irene recordó el papel de color hueso que Liam manoseaba al inicio de la clase y que tanta risa había provocado en sus dos amigos. ¿Les habría mostrado Liam su poema, aquel papel con sus sentimientos más íntimos en su primera declaración de amor? Una tercera mano aumentó más aún su estupor. Era otro mensajito insolente con sus propias palabras, deformadas por la burla. A su espalda estallaron más risas, que fueron creciendo hasta contagiar al resto de sus compañeros de clase. Martha la miró con pena mientras negaba con la cabeza. Liam evitó su mirada. Parecía repentinamente enfrascado en sus apuntes, aunque una sonrisa maliciosa tensaba sus labios carnosos. El profesor llamó la atención de la clase y preguntó, levantando la voz, qué diablos era aquel alboroto. Con las mejillas bañadas en lágrimas, Irene se sintió destruida por la noche en vela y la horrible humillación a la que acababa de someterla Liam. Incapaz de permanecer en clase un minuto más, se levantó bruscamente de su asiento. Se hizo un silencio sepulcral cuando cruzó el aula como una zombi. Abrió sin dudar la puerta de la clase y, ante la sorpresa de Hugues, echó a correr por el pasillo en dirección al patio. Las lágrimas seguían manando sin freno, como si el manantial de su tristeza no tuviera fondo. Desbordaban sus mejillas y humedecían su pelo lacio. Ya no las notaba. Había salido de clase sin chaqueta, pero el frío tampoco le hacía mella. Impulsada por la urgencia de huir, sólo quería correr, correr y correr. Nada más. Al llegar al acantilado, llorando y jadeando a causa del esfuerzo, unos pasos ruidosos la sorprendieron. —Pero ¿qué diablos…? Peter Hugues la había seguido y le hablaba a su espalda. Irene no reaccionó. No le importaba nada: podía suspenderla, escribir a sus padres y denunciar su mal comportamiento. Todo le daba igual. Desde ayer, su vida ya no tenía sentido. El profesor se detuvo a un par de metros de Irene, que se enjugó las lágrimas y siguió con la miradafija en el mar, como si estuviera sola. Durante un par de minutos ninguno de los dos habló. Luego Hugues le preguntó con cautela si podía acercarse. Ella asintió con indiferencia, sin entender por qué le pedía permiso. Al oírle suspirar, Irene se preguntó si aún no se había recuperado del esfuerzo de la carrera. Lo miró por primera vez y le pareció que estaba asustado. —Irene, hace mucho tiempo conocí a una chica muy parecida a ti. También le gustaba correr. Corres muy deprisa, ¿lo sabías? Ella asintió. La voz del profesor había sonado distinta, pensó ella sin responder. Era igual de grave que siempre, pero más suave y agradable, sin el tono severo que gastaba en clase. De repente, el profesor de gramática la agarró por la espalda con tanta fuerza que la dejó sin respiración. —¡Qué hace! ¿Está usted loco? Asustada, Irene se echó a llorar de nuevo mientras se liberaba de su abrazo. —Lo siento, sólo quería salvarte. —¿Salvarme de qué? —replicó ella entre sollozos. —Me ha parecido que te ibas a tirar. —¿Tirarme por el acantilado? —respondió atónita—. ¡No! Yo sólo quería correr, pero se acabó el camino y no supe qué hacer… Entonces apareció usted. Hugues se deshizo en disculpas. Le preguntó mil veces si estaba bien y si podía hacer algo más por ayudarla. Ella negó con la cabeza. El profesor insistió en prestarle su chaqueta. Tras acompañarla en silencio de vuelta a Saint Roberts, la citó para una charla privada en su despacho después del almuerzo. Su semblante volvía a ser el del maestro adusto y algo rígido que todos conocían de clase. Ahora Irene sabía que, además de ser un «hueso», estaba completamente loco. ¡Suicidarse! ¿Qué le había llevado a pensar que ella quería arrojarse al fondo del acantilado? Mientras lo veía alejarse, pensó que a lo mejor se atrevería a preguntárselo más tarde, en su despacho. Eso si le daba tiempo a explicarse, porque lo más seguro era que Hugues le tuviera preparado un castigo ejemplar por haber huido de su clase de aquella manera. Tomó el camino menos transitado de regreso a su cuarto. No pensaba volver a clase en lo que quedaba de día. Sin duda, pensó, acababa de meterse en un lío de dimensiones mayúsculas.

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