El viernes por la tarde Irene tomó sus bártulos y se sentó en las gradas del estadio de atletismo a leer. Necesitaba un poco de tranquilidad. Se había vuelto tan popular que Martha no dejaba de proponerle planes y salidas nocturnas. La perseguía por todas partes con su voz de pajarillo, tentándola con fiestas, cervezas en el pub y paseos clandestinos. Aquella tarde se había escabullido aprovechando que la inglesa estaba hablando por teléfono con uno de sus ligues. Saboreando por fin su soledad, Irene respiró hondo hasta llenarse los pulmones con el aire frío y vivificante de finales de noviembre. Luego tomó un sorbo del té de frutas que había comprado en la cafetería del colegio. El viento le mordía las mejillas y notaba cómo la humedad calaba poco a poco su ropa, pero por lo menos no llovía. Se subió las solapas del abrigo, bebió más té y abrió la vieja edición de Ana Karenina que había sacado de la biblioteca días atrás. Quería concentrarse en el libro y, sobre todo, en las anotaciones que otra vez había encontrado en los márgenes de las páginas. Tenía fuertes sospechas de quién podía ser el comentarista de la estilográfica, gracias a una de las notas que la había puesto sobre la pista: RACHMANINOFF, CONCIERTO N. °2. LOS SENTIMIENTOS SIEMPRE TERMINAN POR AFLORAR. El comentario, que le había hecho pensar de inmediato en Peter Hugues, aparecía al final de una escena muy emocionante en la que Ana asiste junto con su marido a las carreras de caballos. Vronsky, su amante, es uno de los jinetes y se cae del caballo en plena competición. Ana no es capaz de ocultar su desesperación al pensar que le ha pasado algo grave. Con su reacción pone en evidencia delante de toda la buena sociedad, y de su marido, lo que siente por el conde. Irene no sabía a qué atenerse. Estaba segura de que las notas pertenecían a su profesor, pero no sabía si las había puesto allí para que ella las encontrase, o si las había escrito años atrás y ella las estaba leyendo ahora por casualidad. En cuanto a las otras notas, las que parecían provenir de un alumno, seguían pareciéndole muy graciosas, pero no tenía la menor idea de quién podía ser su autor. En una página había subrayado la siguiente frase:Dos hombres, su marido y su amante, constituían para ella los dos centros de su vida, y sin ayuda de los sentidos percibía su proximidad. Al lado, había escrito: ¡QUÉ BIEN SE LO MONTA LA KARENINA! Irene rio involuntariamente. Pese a que aquellas líneas banalizaban el sufrimiento de Ana, de quien no se podía decir precisamente que se lo montara bien, contrastaban con la solemnidad de los comentarios de Hugues. De improviso, sintió que una mano se posaba sobre su hombro. —¡Buh! —Muy gracioso, pero no me has asustado —dijo al ver que se trataba de Marcelo. —¿Qué haces aquí así vestida? ¿Hoy no corres? —Ya corrí esta mañana —respondió Irene cerrando el libro de mala gana. —¡Menudo tocho estás leyendo! Ana Karenina… ¿De qué va? —Es un poco largo de explicar. ¿Vas a ir esta noche a la Winter Break? —preguntó ella para desviar su atención. —Tengo que salir, y no creo que me dé tiempo. El señor Graham vuelve a estar enfermo y me ha pedido que le recoja unas medicinas en la farmacia de la ciudad. Iré con la moto y tardaré un buen rato. —Estás hecho una hermanita de la caridad. No te gusta salir de noche, apenas bebes, llevas medicinas a los ancianitos del pueblo… ¿Cómo puedes ser tan bueno? Venga, si vienes esta noche te prometo que bailaré contigo —dijo con picardía. —En ese caso vendré seguro… Aunque te advierto que no me gustan mucho estas fiestas. —Genial, entonces nos veremos por allí. Así podrás comprobar que corro mucho mejor de lo que bailo —bromeó ella. —Hablando de correr, ¿has leído el artículo que te pasé sobre los fartleks? Irene recordó lejanamente que le había dejado una revista especializada, pero no le había prestado atención, entretenida como estaba con sus otras lecturas. Y ahora no sabía a qué se refería con aquella palabreja. —Da igual, te lo explico rápido. Los fartleks son entrenamientos para mejorar el fondo del corredor a través de los cambios de ritmo. Se entrena en campo abierto, en terrenos irregulares como estos. Si te animas, podemos empezar con ellos el fin de semana. —Si tú crees que puede funcionar, de acuerdo… ¡Falta cerca de un mes para la carrera de fin de trimestre! —Estoy seguro de que quedarás entre las primeras, Irene. ¡Si ya no te sirvo ni como liebre! —Claro que me sirves, tonto —rio ella. —En realidad, el otro día me atrapaste sólo porque me despisté. —Venga ya, te cogí porque soy mucho más rápida que tú. —¡Vamos a comprobarlo! —se entusiasmó Marcelo— Te reto a una carrera hasta el acantilado. Aver si te sigo sirviendo como entrenador. —Pero si vamos vestidos de calle, y sin zapatillas… —¿Es que tienes miedo? —dijo él para picarla. —¿Miedo yo? Ahora verás… Irene se quitó el abrigo y se preparó para correr con su vestido de princesa. Por suerte, en aquella ocasión no llevaba tacones. Bajaron de las gradas y Marcelo dio la salida junto a la caseta del utillaje. Ella pensó que era una suerte que a aquella hora no hubiera nadie entrenando. Los hubieran tomado por un par de chiflados, riendo y corriendo como locos con ropa de calle. Marcelo enseguida se adelantó e Irene aceleró la marcha para tratar de atraparlo. Él giraba la cabeza de vez en cuando y le iba lanzando pullas que la desconcentraban, pero ella no se daba por vencida. Se estaba dejando las suelas de sus bailarinas nuevas con el roce de las piedrecillas y el barro del camino, pero no le importaba. Estaba decidida a ganar como fuera y a demostrarle que podía correr más rápido. Era prácticamente imposible, ya que él medía casi medio metro más que ella y se entrenaba con el equipo desde niño. Aun así, Irene corrió como nunca y a punto estuvo de atraparlo. Marcelo tuvo que sujetarla por la cintura en el último momento, porque parecía que ella no iba a detenerse al llegar al abismo donde terminaba el acantilado. —¡Eh! ¿Adónde vas? El suelo termina aquí. A partir de esta roca sólo compiten los pájaros. —No iba a ninguna parte, sólo corría. De acuerdo, has sido más rápido. Por esta vez… Los dos sudaban y respiraban con dificultad tras el esfuerzo. Marcelo la seguía sosteniendo por la cintura, sin aflojar su abrazo. La apretaba suavemente contra sí. Irene sintió cómo se erizaba todo su cuerpo, desde la punta de los dedos de los pies hasta el último de sus cabellos. Tragó saliva, convencida de que Marcelo iba a notar su turbación. Aun así, no quiso apartarse, Nunca lo había mirado tan de cerca, y se dio cuenta de que tenía una boca muy bonita, de labios rojos y carnosos. Un fogonazo de calor le recorrió la piel. Marcelo la agarraba con firmeza pero delicadamente, como si ella fuera un objeto muy preciado. Por un momento, ella tuvo la certeza de que en sus brazos estaba segura y que, pasara lo que pasara, él nunca la dejaría caer. El ganador de la carrera acercó su rostro al de ella y dijo: —Si quisiera, ahora podría besarte y tú no podrías impedirlo. —Es posible, pero no vas a hacerlo —repuso Irene, jadeante. —¿Cómo estás tan segura? —En primer lugar, porque en el fondo eres un caballero. Te tengo calado. Irene vio cómo su boca se aproximaba irremediablemente y se preguntó qué sucedería a continuación. —¿Y segundo? —preguntó él, casi en un susurro. —Segundo… ¡Porque no tienes narices! Aprovechó su desconcierto para zafarse del abrazo, que él había aflojado sólo durante un segundo. Cogió el borde de la falda con las manos y echó a correr, riendo, en dirección a la pista. Marcelo la miró alejarse hasta que su figura se convirtió en una mancha difusa entre los árboles.
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