Parte senza titolo 36

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Las vacaciones de Navidad pasaron en un suspiro. Después de tantos naufragios sentimentales, la pausa festiva fue para Irene un oasis de agradable normalidad. Disfrutó como una niña de los picnics al aire libre que organizaba con Martha en cuanto salía un rayito de sol, de las tardes de cine-club, de las cenas tranquilas y las excursiones por los alrededores con Brenda y Marcelo. Los dos hermanos, su compañera de cuarto y Josh fueron como una familia bien avenida durante aquellos días. Los pocos momentos en los que echó de menos a sus padres se diluyeron rápidamente en la plácida compañía de sus amigos. Aquellos días les sirvieron a todos para conocerse mejor, calmar algunos corazones desbocados y olvidar viejas rencillas. Después de todo lo que había vivido en los últimos tres meses, Irene se daba cuenta de que estaba pasando por un momento de reflexión. Sentía que necesitaba procesar un montón de cosas, desde la última lección de gramática con Peter hasta el sinfín de angustias acumuladas durante semanas. En cierto modo se sentía paralizada, como si una fuerza poderosa le pidiera que no se moviera ni un centímetro de donde estaba. Los entrenamientos dobles que había estado ejecutando con Marcelo, y a veces también con Brenda, la ayudaban a poner orden en sus sentimientos. Pensaba en todo esto mientras subía al autocar que iba a conducirla, junto con una cincuentena de alumnas más, a la January Race. La carrera tenía lugar en las calles de Truro en la mañana del primer domingo del año. El colegio todavía no había recuperado la rutina, pero los alumnos ya habían regresado de las vacaciones y esperaban la carrera como el primer gran acontecimiento del año. Saint Roberts preparaba la competición deportiva con mucho cuidado. Por su parte, las autoridades de la ciudad engalanaban las calles de Truro con banderolas de colores y pancartas. Durante unas horas se prohibía el paso a los coches para dar vía libre a los corredores, a los que saludaban las familias vestidas con ropa de domingo. A primera hora corrían las chicas, y a continuación lo hacían los chicos. El autobús llegó a su destino tras lo que a Irene le pareció una travesía interminable. Algunas chicas charlaban y reían animadamente, excitadas ante la perspectiva de la competición y el viaje. Irene se aisló de todo con sus auriculares, aunque no prestaba demasiada atención a la música. Cuando las hicieron bajar y les entregaron los dorsales y los chips para las zapatillas, notó que le temblaban las piernas. Para serenarse, se puso a hacer los ejercicios de relajación que Marcelo le había recomendado. Siguió respirando como él le había enseñado y comprobó que su ritmo cardíaco se suavizaba un poco. En la línea de salida había una tarima con una fanfarria que tocaba una melodía supuestamente alegre, pero que a ella le pareció un monumental lío de trompetas y alocada percusión. Los jueces iban vestidos con trajes negros, y uno de los patrocinadores había colocado un cronómetro enorme justo sobre sus cabezas.Los diez kilómetros de la carrera transcurrirían entre plazas y avenidas arboladas, en un trayecto que empezaba y acababa en el mismo punto. Irene vio por el rabillo de ojo una mesa donde se exhibían tres copas de metal de distinto tamaño, una dorada y dos plateadas, además de un cubo con un sinfín de medallas brillantes. Supuso que eran los trofeos para las ganadoras y experimentó un escalofrío de anticipación. Trató de concentrarse, de encerrarse en una burbuja de fría calma donde sólo fuera consciente de su respiración y su velocidad media por kilómetro. Sin embargo, le resultaba muy difícil en medio de aquel ambiente de fiesta mayor. Por si el jaleo fuera poco, nuevos autocares desembarcaron en los alrededores, e Irene empezó a reconocer las caras de sus amigos, que se acercaban con rapidez a la línea de salida para saludarla y desearle suerte. A lo lejos distinguió las caras de Heather y Martha, seguidas por Josh, que avanzaban entre la multitud dando algún que otro empujón. Se preguntó si Marcelo habría llegado ya con los demás chicos y cómo le iría a él su carrera. Durante los últimos días se habían comportado como simples amigos. Ella no se atrevía a hablar con él de lo que había sucedido, y él también la trataba con amable cautela. Como casi siempre estaban rodeados de otra gente, tampoco habían tenido ocasión de charlar, pero Irene casi agradecía aquella tregua. La noche antes habían entrenado juntos por última vez, y él le había deseado suerte con un apretón de manos. Ella estuvo a punto de hacerle una de sus bromas y responderle con dos besos, a la española, pero la sensación de que tenía que andar con pies de plomo la había detenido. Se habían dicho adiós como lo habrían hecho un entrenador y su alumna, pero al volver la vista atrás, a Irene le había parecido ver un destello de decepción en los ojos de Marcelo. El profesor de educación física se dirigió a todas las participantes durante unos segundos para recordarles que tenían que respetar el orden de salida. Nadie tendría ventaja sobre nadie, ya que el cronómetro se guiaría por los chips que llevaban en las zapatillas. Les deseó suerte e Irene ocupó su puesto, muy cerca de la primera fila. Delante de ella había una chica desconocida que parecía un armario ropero. Era tan alta y tan ancha que, de no ser por las formas femeninas de su pecho, Irene habría pensado que se trataba de un hombre. —¿Y ésa quién es? —preguntó a Bertha, una chica de su clase que correría a su lado. —Es Lucie. Acabó el cole el año pasado, pero aun así corre en calidad de ex alumna. Antes no estaba permitido hacerlo, pero este año han cambiado las normas. Dicen que es casi una profesional, porque se entrena en el Centro de Alto Rendimiento de Cardiff. Irene pensó que era injusto que una chica que ya no estaba en el colegio y que además partía con ventaja pudiera competir en la carrera, pero no tuvo tiempo de decir nada más. El cronómetro empezó la cuenta atrás y la fanfarria volvió a tocar otra de sus locas tonadas. El juez dio la salida, y cincuenta pares de pies se pusieron en movimiento, dispuestos a dar lo mejor de sí mismos aquella mañana. Habían tenido suerte con el tiempo, porque, aunque hacía mucho frío, más que en todo lo que llevaban de invierno, el suelo estaba relativamente seco y no había ni una brizna de niebla. En las noticias habían dicho que se esperaba una nevada en cotas bajas, pero nadie creía el pronóstico, porque en aquella zona de Inglaterra la nieve era toda una rareza.Irene corría controlando muy bien su tiempo. Ajustaba la velocidad al objetivo que se había marcado para los tres primeros kilómetros con la ayuda de su cronómetro. No quería agotarse y llegar a mitad de carrera sin fuerzas para el esprín final. Los organizadores habían situado varios puntos de avituallamiento a lo largo del recorrido. Irene tomó sobre la marcha una botella de agua mineral que le supo a gloria y lanzó el envase en un contenedor cercano. Una niña pequeña que estaba de pie junto a sus padres aplaudió a su paso y le dio un grito de ánimo. Irene no pudo evitar sonreírle y saludarla con la mano. La pequeña aplaudió con más ilusión todavía, y sus dos coletitas rubias se agitaron con el ímpetu del gesto. Empezaba a zambullirse en el ambiente festivo y a comprender por qué tantos corredores amaban las competiciones populares. Al llegar al kilómetro seis, calculó que debía de estar entre las diez primeras posiciones, porque de repente disponía de mucho espacio para moverse. Aceleró un poco para adecuarse al ritmo que se había impuesto en ese tramo. No tardó en estar detrás de la chica grande que había empezado la carrera justo por delante de ella. Las separaban unos quince metros, e Irene se entretuvo mirando sus potentes zancadas y los movimientos expertos de sus brazos, pegados al cuerpo. No iba a ser fácil adelantar a aquella mole de músculos y testosterona. Sin darse cuenta, llegaron los dos kilómetros finales. La multitud se había agolpado otra vez tras las vallas y gritaba y animaba con cánticos y palmadas. Irene se contagió de su entusiasmo y corrió aún más deprisa. Sentía que su corazón trabajaba con ahínco, pero todavía contaba con algo de margen para apretar durante los metros finales. Trató de imaginarse que era su querida liebre, Marcelo, y no aquella chica enorme, quien corría por delante. Si pensaba que era a él a quien debía atrapar, y no a una desconocida, se quitaría presión y podría concentrar mejor sus esfuerzos. Corrió y corrió, olvidándose de todo lo que la rodeaba, optimizando sus respiraciones y aprovechando cada centímetro cúbico de oxígeno. Al doblar un recodo se quedó descolocada al ver la figura de Peter, que la animaba haciendo grandes aspavientos. —Venga, Irene, ¡puedes ganar! ¡Sólo tienes que superar a esa chica! —gritó con un orgullo mal disimulado en su mirada. Irene aumentó el ritmo de su carrera tanto como pudo. Se vació hasta sumergirse en esa sensación ya conocida de desdoblamiento. Sus pies se movían solos mientras su mente volaba, libre de todo pensamiento, por encima de las cabezas de los asistentes. Su competidora corría apenas tres metros por delante de ella, y ya podía oír su respiración forzada e incluso oler su sudor. Pero la gigantona había percibido su presencia y decidió echar el resto en los últimos metros. Al final cruzaron la línea de meta una detrás de la otra, apenas separadas por una cabeza de distancia. Irene experimentó una terrible sensación de injusticia. Se había visto relegada a la segunda posición por culpa de un imprevisto cambio en las normas de la carrera. La fanfarria enloqueció cuando cruzó por debajo de los enormes cronómetros que marcaban treinta y seis minutos y quince segundos. Había conseguido su mejor tiempo desde que había empezado a entrenar,pero, a pesar de sus esfuerzos, no había servido de nada. Martha y Heather la estaban esperando con toallas limpias, frutos secos y más agua. A continuación empezaron a despotricar contra Lucie, la «ladrona de carreras», como ya la llamaban. —¡Pero si es un tío! Tendría que haber corrido en la carrera masculina. —¡No hay derecho! Me han dicho que se está preparando para participar en competiciones estatales… Irene las escuchaba como si le hablaran desde otra dimensión. Todavía estaba metida en la atmósfera de la carrera y le costaba aterrizar en la realidad. Buscó otras caras conocidas con la mirada y volvió a ver a Peter, que estaba acodado en una de las vallas charlando con una de las profesoras auxiliares. Notó que Irene lo miraba y le dedicó una profunda reverencia. Desde la distancia, leyó en sus labios unas palabras que le arrancaron una sonrisa triste: —Eres la mejor. No lo dudes jamás.

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