Irene se detuvo un momento tras la puerta antes de llamar al timbre. Aún faltaban unos minutos para las siete de la tarde, la hora en que Peter la había citado aquel miércoles. La entrada de su casa, como las demás viviendas para profesores de Saint Roberts, estaba hecha de madera, excepto la parte superior de la puerta, que tenía una aplicación cuadrada de hierro forjado y cristal. Aprovechó aquel espejo improvisado para darse un último retoque en el cabello, que llevaba suelto, y en los labios, perfilados y maquillados a conciencia. Le gustó el aspecto algo salvaje que le daba el pintalabios rojo en contraste con la picardía infantil de su flequillo torcido. Tras varias excursiones y encuentros fuera del colegio, a Irene le parecía muy significativo que Peter la hubiera citado nada menos que en su casa. La excusa había sido adelantar unos días la celebración de la Navidad y trabajar con comodidad la novela que le tocaba. Le hacía mucha ilusión conocer el lugar donde vivía el profesor. Le parecía una muestra más que evidente de que la intimidad entre ellos dos no hacía sino prosperar, a pesar de sus recelos iniciales. Nerviosa, se preguntó qué pasaría aquella noche. Había imaginado mil finales posibles para aquella cena, pero tenía claro que quería ser parte activa de los acontecimientos, pasara lo que pasara. Se había cansado de ser un corderito dócil y de que siempre fueran otros los que forjaran su destino. Al final se decidió a llamar, y Peter salió a abrirle con el pelo algo revuelto y las manos y la cara manchadas de harina. —Bienvenida a mi pequeña cueva —dijo inclinando la cabeza—. Pasa y ponte cómoda. Estoy terminando de preparar el postre. ¡Acabo en un minuto! Acto seguido, desapareció tras una puerta blanca que Irene supuso que llevaba a la cocina. —Gracias. ¡Huele delicioso! —gritó Irene para que la oyera desde allí, mientras se servía una copa de vino blanco de la botella que Peter había dejado abierta junto al sofá. —¿En serio? Debe de ser el suflé de queso. No soy un gran cocinero, pero de estudiante aprendí a preparar tres o cuatro cosas bastante decentes para impresionar a las chicas. Me temo que en esta cena probarás mi repertorio al completo, porque no sé hacer nada más —le advirtió riendo. Irene se acomodó en el mullido sofá de color burdeos y se dedicó a repasar con curiosidad la estancia. El salón de Peter era una habitación sencilla, cálida y masculina, un fiel reflejo de su personalidad. La sólida tarima del suelo era de madera oscura y estaba cubierta por dos alfombras gemelas de color negro, una bajo el sofá y otra bajo la mesa redonda que ya estaba dispuesta para la cena. Había tres enormes estanterías llenas de libros, como en su despacho, aunque éstas parecían un poco más ordenadas. Dedujo que el profesor era un amante del jazz clásico, porque vio varias portadas de discos del sello Blue Note colgados en las paredes junto a carteles de conciertos antiguos. En el tocadiscos, una reliquia de otro tiempo, una voz rota cargada de tristeza y deseo contenido desgranaba una canción que a Irene le pareció bellísima. No tenía ni idea de jazz, pero la carátula vacía del disco estaba sobre la mesita auxiliar y pudo comprobar que se trataba de Billy Holiday en un temallamado I'm a Fool To Want You. I'm a fool to want you I'm a fool to want you To want a love that can't be true A love that's therefor others too I'm a fool to hold you Such a fool to hold you To seek a kiss not mine alone To share a kiss that Devil has known [8] Irene dejó la portada donde estaba y miró fijamente hacia un punto indeterminado, esperando que aquel título no fuera un mal presagio que acabara con sus expectativas para aquella noche. Para alejar las ideas pesimistas, se levantó con la copa en la mano y estudió con atención un póster en blanco y negro que colgaba de la pared. Se trataba de una foto de dos hombres maduros, ambos de color, sentados junto a un piano. El primero sostenía una trompeta en la mano izquierda. Se le veía cómodo en su piel, como si confiara plenamente en el mundo. Reía tanto que su cuello se doblaba hacia atrás y sus ojos se habían convertido en un par de rendijas oscuras. Exhibía dos hileras de dientes enormes y blanquísimos, perfectamente alineados. A su lado, el otro hombre tenía las manos sobre el regazo y los pies cruzados en una postura algo más tímida. También reía. Irene leyó los nombres escritos debajo y comprobó que se trataba de Louis Armstrong y Duke Ellington. No era una completa ignorante, y aquellos nombres le sonaban: sabía que eran dos de los grandes del jazz. Más allá de eso, le intrigaba la historia que escondía aquella fotografía. Por la forma en que Duke reía, más contenida que la de Louis, parecía que acababa de contar alguna anécdota divertidísima que hacía desternillarse al trompetista. Le habría encantado presenciar el momento en que el fotógrafo había apretado el disparador de la cámara y poder participar así de la chanza. Al pie de la fotografía, alguien había añadido un pequeño cartel con una frase enigmática escrita con un rotulador grueso: LOS CABALLEROS SIEMPRE ACENTÚAN LOS TIEMPOS DÉBILES. —Esta foto me encanta —dijo Peter, apareciendo de improviso a su lado con una copa de vino—. Es un trocito de felicidad suspendida en el tiempo. —Se ven muy diferentes el uno del otro —respondió ella—. Duke Ellington… Es él, ¿verdad? Incluso parece un poco azorado. —Sí, es Duke Ellington. Tenía modales de aristócrata, quizá por eso se le ve más contenido. En cambio, Louis Armstrong siempre dio la imagen de clown. Encontrarás pocas fotografías de él en las que no esté riendo. ¿Sabías que Ellington fue el inventor del swing? Esa frase de ahí la dijo él en referencia a su ritmo particular.—No tenía ni idea. La verdad es que no estoy familiarizada con este tipo de música. —Si quieres, ponemos otra cosa. —¡Oh, no es necesario! Me gusta lo que estamos escuchando —dijo Irene en referencia a Billy Holiday—. Aunque es un poco triste. —La vida de esta cantante no fue precisamente alegre. Tendrías que escuchar alguna de sus primeras grabaciones. Su voz suena tan diferente… Parece la de una niña, aunque ya se intuye su complejidad. Irene se sintió cohibida ante aquellas explicaciones de entendido. Por un momento se preguntó qué hacía ella en aquel salón con chimenea, junto a un hombre mucho mayor, más sofisticado y culto que ella. ¿Qué sabía ella de la vida? Poca cosa. ¡Si ni siquiera tenía idea de quién había inventado el swing! Peter pareció captar parte de su turbación y dio un giro a la conversación para conducirla a un territorio más conocido por su alumna. —No quiero aburrirte con detalles tan poco trascendentes. Además, lo importante de la música es disfrutarla. ¿Cenamos? Así de paso me cuentas cosas de tu trabajo sobre Jane Eyre. Lo he leído y tengo alguna duda que quiero preguntarte. Te advierto que es una de mis novelas favoritas. —¿Qué es lo que más te gusta del libro? —Me gusta Jane. Es una chica valiente y auténtica que nunca tiene miedo de decir lo que siente. Esas cualidades son doblemente interesantes al tratarse de una mujer de su época. Ni siquiera hoy en día resulta fácil encontrar personas tan decididas como ella. Irene tomó buena nota de sus palabras, que le infundieron ánimos para seguir adelante con sus propósitos para aquella velada. Tenía pensado declararse a Peter durante la cena y así aclarar de una vez su relación. Había ensayado diferentes alternativas, varios discursos y estrategias, y había sido precisamente en Jane Eyre donde había encontrado la inspiración. Cuando se enamora del señor Rochester, Jane trata de olvidar esos sentimientos prohibidos pero, en un ataque de sinceridad, al pensar que él va a casarse con otra, le confiesa que no sabría vivir sin su amor. El profesor acababa de decirle que admiraba la valentía del personaje de Charlotte Brönte, e Irene pensó que aquello era una invitación en toda regla a que ella misma se declarase. Bebió un largo trago de vino y se sentó frente a él. La mesa estaba dispuesta con manteles sencillos, aunque de buena calidad, y un par de velas encendidas. Peter sirvió el suflé de queso. —¡Vaya! ¡Esto tiene muy buena pinta! —Lo dices como si no te lo esperaras —dijo él, divertido. —Quizá no lo esperaba —respondió ella con voz insinuante—. Atractivo, buen cocinero, gran lector, conversación excelente, todo un caballero y, además, entendido en jazz. ¿Qué más podría desear una chica? Peter pareció turbado ante el comentario de su alumna y su actitud seductora. Se concentró con una atención exagerada en abrir la botella de vino tinto que tenía entre las manos. Irene siguió insistiendo sin ningún sentido de la oportunidad. —Peter, ¿qué opinas de las relaciones entre personas de diferente edad? El profesor se puso pálido y huyó despavorido a la cocina con la excusa de ir a buscar algo que había olvidado.«Vale, Irene, te has pasado tres pueblos. ¡No se puede ir de cero a cien en tres segundos!», se reconvino en voz baja. Cuando Peter volvió con un salero en la mano, ella ya se había serenado y trató de ofrecer una versión de sí misma algo más recatada. Lo conquistaría con su conversación inteligente, como hacía Jane con el señor Rochester, pensó. Enseguida tuvo la oportunidad de desplegar sus conocimientos sobre literatura del XIX, ya que el profesor encaminó la charla decididamente hacia aquel terreno, evitando con cuidado cualquier referencia personal. Mientras devoraban el suflé, regado con un carnoso merlot australiano, Peter sacó las cinco páginas de su trabajo, garabateadas con sus propias notas en tinta roja. En el tocadiscos sonaba Sophisticated Lady. Aquel tema sugerente, unido a los efectos del vino, hizo que a Irene le resultara difícil concentrarse en otra cosa que no fueran los ojos y los labios de Peter. —Veamos —empezó él—. Me gustaría comentar este apartado donde dices que Jane Eyre no es sólo una novela de amor. ¿Qué quisiste decir? —Quiero decir que en el libro aparecen muchos tipos de amor. Por supuesto, está la pasión entre Rochester y Jane, pero también aparece el amor entre las hermanas Rivers, el cariño maternal que siente Jane por Adèle e incluso los efectos que puede tener para una persona vivir una existencia sin amor. —¿Te refieres a la señora Reed, la tía de Jane? —Sí, me pareció muy interesante la escena en la que se reencuentran, con Jane ya hecha una mujer, y cómo ni siquiera en su lecho de muerte la señora Reed es capaz de darle ni una brizna de cariño. —Tal vez no te des cuenta, Irene, pero esta reflexión que acabas de hacer es más que notable. Puedo decir sin temor a equivocarme que eres la mejor alumna que he tenido jamás. Estoy orgulloso de ti. No eran exactamente las palabras que ansiaba oír de sus labios, pero como no contradecían su objetivo de manera evidente, las escuchó con placer. ¿No acababa de proponerse conquistarlo a través del intelecto? Peter señaló un par de aspectos más de su trabajo y, antes de terminar el segundo plato, ya no quedaba nada más por comentar. Irene se atusó el pelo y se preparó para el tercer asalto de la noche. Él se había levantado para cambiar de disco mientras ella fingía comer su filete al vino, maquinando cuál sería su siguiente paso. El profesor puso otro disco de jazz, lejos del delicado sentimentalismo que había sonado hasta entonces. Se trataba de una vieja grabación de Duke Ellington, quien cantaba It Don't Mean Anything If Ain't Got Swing acompañado de una big band. La energía de la habitación cambió inmediatamente con aquella música alegre y despreocupada, que traía el ritmo y los aires de Nueva Orleans. Los pies de Irene se movieron involuntariamente, y Peter relajó un tanto su expresión. —Espérame un minuto. Me llevo todo esto y traigo el postre enseguida. ¡He preparado mi famoso coulant de chocolate! —Te ayudo —repuso Irene, y se levantó de la mesa para recoger las copas y los cubiertos. Fueron juntos hacia la cocina, Peter delante de ella, e Irene se sorprendió al ver que era una habitación minúscula, aunque muy ordenada. Apenas había sitio para una persona, así que tuvo que esperar a que el anfitrión depositara su carga en el lavavajillas y lo cerrara antes de entrar tras él. El cocinero abrió el horno, que emanaba un maravilloso aroma de chocolate caliente. Al tirar de la bandeja chocó contra Irene, que vio aquel accidente como una señal del cielo que le indicaba que aquélera su momento. Peter tenía las manos ocupadas con la bandeja del coulant, y ella aprovechó para ponerse a su lado. Con un dedo le limpió una manchita de harina que todavía le quedaba en la frente, acariciándola con el dorso de la mano. Él la miró con la misma intensidad que en el pub hacía unas semanas. Irene sintió que se perdía en sus ojos encendidos. Se acercó aún más, acariciándole el cabello y dispuesta a besarlo, segura de que él iba a corresponderle. Acababa de verlo en sus ojos. Pero Peter volvió la cara en el último momento e Irene se encontró con su mejilla en lugar de su anhelada boca. Confusa, dolida y muda por la vergüenza, la seductora fallida se marchó rápidamente hacia el comedor. Él corrió tras ella todavía con la bandeja en la mano. —Irene, no te enfades conmigo. Eres una chica preciosa e inteligente y me encantaría… Bueno, cualquier chico de esta escuela estaría loco por tenerte a tiro. Pero yo soy tu profesor y te debo respeto. Además, no te convengo. —¿Y cómo sabes tú lo que me conviene? —preguntó ella casi gritando. Se sentía humillada y notaba cómo las lágrimas empezaban a resbalarle por el rostro. No quería que Peter la viera llorar. Necesitaba conservar algo de su escaso amor propio. Las explicaciones estaban de más, puesto que el gesto del profesor había sido elocuente, así que recogió su bolso y la chaqueta a toda prisa y se perdió en la noche dando un portazo.