Parte senza titolo 14

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El jueves Irene tuvo que saltarse el entrenamiento matinal porque su clase iba de excursión al Museo Real, en Truro, la pequeña capital de Cornualles. Un autocar los recogía para llevarlos a la ciudad a las ocho en punto. Acostumbrada a madrugar, llegó de las primeras al punto de recogida. Allí se encontró con unos cuantos alumnos y el profesor de gimnasia, un cincuentón con la nariz eternamente enrojecida y modales militares que iba a acompañarlos. Poco después apareció Martha, con los ojos hinchados por falta de sueño y expresión de querer matar a quien se le pusiera por delante. —Vaya rollo de excursión —gruñó entre dos bostezos—. Si al menos nos llevaran al Museo de la Sidra… —¿Y eso te parecería más divertido que el Museo Real? —preguntó Irene, asombrada por las ideas estrambóticas de su compañera. —Pues sí. Seguro que al terminar la visita nos darían a probar un poco. Irene rio. ¡Era primera hora de la mañana y la inglesa ya estaba pensando en beber! Tan pronto subieron al autocar, Martha cayó dormida como un tronco y no se despertó hasta que llegaron a Truro una hora y media después. Los recibió la guía del museo, una chica vivaracha que les hizo pasar hacia el interior, donde los esperaba una colección de vestidos regionales, fotografías viejas y cachivaches extraños. Una de las atracciones destacadas era un precursor del coche ecológico en forma de cafetera que, según les explicaron, funcionaba con gasógeno. Irene caminaba por el museo junto a Martha, que rezongaba por lo bajo todo el tiempo y no la dejaba concentrarse en las detalladas explicaciones de la guía. Acababan de parar frente a una colección de teteras de porcelana antiguas cuando su amiga le dio un codazo. —Eh, ¡mira eso, Irene! —siseó al señalar una salida de emergencia. —Ya lo veo, ¿y qué? —No seas boba. Es una señal para que huyamos de aquí ahora mismo. Esto es inaguantable. ¿Teteras? ¡Por favor! Acompáñame, rápido… —la apremió, agarrándola del brazo. Irene protestó, pero la inglesa era mucho más corpulenta que ella y la arrastró con facilidad hasta que cruzaron la salida. —¿Estás loca? ¿Adónde quieres ir? ¡Nos va a caer una buena bronca como se den cuenta de que nos hemos largado! —Nadie se enterará, no seas paranoica. Les queda más de una hora de visita guiada, y luego otras dos horas de proyección. Para cuando terminen, nosotras ya habremos vuelto. —¿Pero de dónde? —gritó Irene, exasperada. —¡De compras! Esto es un rollazo, y tú necesitas renovar tu fondo de armario. No me importa que de vez en cuando me robes alguna camiseta, pero ya es hora de que tengas tus propios modelitos, ¿no crees? Además, dentro de una semana se celebra la Winter Break y tienes que triunfar, o será tu muerte en lapequeña sociedad de Saint Roberts. ¡Vamos! En Truro hay un par de tiendas monísimas. Encontraremos el vestido perfecto para ti. Allez, allez-hi! Aquella primera exclamación en francés y las palabras mágicas «Winter Break» convencieron a Irene de que no había nada que hacer. En el colegio nadie hablaba de otra cosa: la fiesta que se celebraba cada año el primer viernes de diciembre. Todo el mundo, Martha incluida, andaba excitadísimo con el evento. Irene no entendía el porqué de tanta agitación. Se imaginaba la típica fiesta con ponche, música mala y cuatro adornos de papel colgados del techo. Consultó su reloj y pensó que, después de todo, tendrían tiempo para una pequeña excursión clandestina. El profesor de gimnasia era un hombre despistado, y seguro que no se daría cuenta de su ausencia. Martha la tomó de la mano y empezaron a caminar hacia la calle principal. Irene suspiró y la dejó hacer. La inglesa parloteaba sin cesar acerca de faldas de licra, tops de lentejuelas y otros horrores que pretendía hacerle probar. Irene no le prestaba atención y se dedicaba a observar a la gente en sus quehaceres matutinos. Las pintorescas tiendas de flores exhibían apretados ramos silvestres, rosas de todos los colores y unas calas de un exótico tono azul que no había visto nunca; el escaparate de una pastelería mostraba montones de dulces de hojaldre y unos panes grandes y redondos de aspecto crujiente; los puestos de fruta de la calle vendían manzanas, plátanos y peras de todas clases por piezas. Irene pidió una pera japonesa, que le envolvieron en papel marrón. Le fue dando bocados mientras se maravillaba ante la cantidad de gente con la que se iban cruzando aquella mañana. Acostumbrada al colegio y a la solitaria aldea de pescadores a la que iban de vez en cuando, Truro le parecía una gran metrópolis. —Et voilà! ¡Ya hemos llegado! —Martha le arrancó la pera de la mano y la tiró a una papelera—. No puedes entrar en Blessthatdress comiendo fruta como una campesina. Irene miró el escaparate y se preguntó a qué venía tanta ceremonia. Blessthatdress era una tienda bastante normalita de ropa de segunda mano, o vintage, como prefería decir Martha. En Inglaterra era habitual comprar ropa usada, por lo que había muchos establecimientos de aquel tipo. Cuando ya se disponían a entrar, oyeron un claxon a sus espaldas. Un chico pelirrojo les hacía señas desde un coche. Martha lanzó un grito y corrió hacia el desconocido. Los dos se abrazaron, él todavía en el interior del vehículo, e Irene vio que se ponían a charlar animadamente. Su amiga le hizo señas para que se acercara también y le presentó a un tal Mark. Recordó que al principio del curso Martha había salido con un chico que se llamaba así. Con el codo fuera de la ventanilla, su ex se la comía con los ojos, y ella le hacía ojitos, encantada con la situación. Los coches que venían detrás empezaron a pitar y a impacientarse, y entonces el joven conductor propuso a la inglesa que fueran a un sitio un poco «más tranquilo». Irene puso los ojos en blanco ante la obviedad de la propuesta y esperó, aburrida, la negativa de Martha. Pero su compañera soltó una risita y subió al coche sin pensarlo dos veces. La parejita arrancó entre gritos de júbilo y diciendo adiós con la mano. Martha era del todo imprevisible, pensó, fastidiada. La había convencido para escaparse juntas delmuseo y, a la mínima oportunidad, la dejaba tirada en medio de la ciudad para irse con el primero que pasaba. Decidió que, ya que estaba allí, echaría un vistazo a lo que tenían en Blessthatdress. Nada más cruzar la puerta comprendió la fascinación de su amiga. El escaparate, sencillo y poco llamativo, no hacía justicia a los tesoros en forma de vestidos que había allí reunidos. Algunos eran piezas antiguas de tejidos caros, claramente diseños de alta costura. También había modelos juveniles e informales escogidos con un gusto exquisito. Era una ropa preciosa, mucho mejor que nueva, porque respiraba personalidad. Irene eligió un vestido elegante y femenino de lana gris que se pegaba con suavidad a su cuerpo, una falda negra en forma de trapecio con la longitud perfecta y una blusa de seda color Burdeos a juego con una chaqueta corta de punto. La propietaria de la tienda, una simpática francesa casada con un inglés de la zona, la aconsejaba sobre colores, tallas y complementos. Todo era increíble, y le costó un buen rato decidirse. Al final acabó comprando muchas más prendas de las que había previsto. Salió de allí con un guardarropa nuevo y un enorme agujero en su tarjeta de crédito para emergencias, pero estaba segura de que su madre lo aprobaría. Siempre le insistía para que dejara de vestirse como un chicazo y, al menor descuido, le tiraba a la basura las sudaderas raídas y sus zapatillas de lona gastadas. Sintió frío y se dio cuenta de que llevaba el abrigo desabrochado. Soltó una de las bolsas de papel satinado y se detuvo frente a una peluquería para subirse la cremallera. En la puerta había un joven con el cabello rubio muy corto. Fumaba y seguía todos sus movimientos con interés. Irene le devolvió la mirada, molesta por su descaro. —Nena, tienes un pelo precioso. Yo podría hacer maravillas con él. El chico se había acercado y empezó a tocarle el cabello y a retirárselo de la cara. La miraba como si fuera una obra de arte renacentista salida de un cuadro. Tenía acento italiano y hablaba deprisa, alargando las vocales, con una voz aflautada y modales afeminados. —De verdad, es puro satén. Te pareces a Lily Collins, aunque tú tienes los ojos mucho más bonitos que ella… Vente conmigo, bonita, que te voy a hacer un corte de pelo que no te va a reconocer ni tu padre. Irene no tenía ni idea de quién era Lily Collins, pero echó un vistazo al salón de peluquería y le gustó su ambiente desenfadado e informal. Había tres peluqueras más poniendo tintes de colores y planchando cabellos al ritmo vertiginoso de una música ligera y bailable. Miró el reloj. A aquella hora sus compañeros debían de estar con la proyección de la película sobre el Cornualles del siglo XVIII. «¿Por qué no?», se dijo antes de entrar en la peluquería con paso decidido.

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