Parte senza titolo 15

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Irene canturreaba alegremente en la ducha. Había aprovechado la suspensión de la última clase de la mañana para concederse un entrenamiento extra que le había sentado de maravilla. Y aún quedaba un buen rato antes de que empezara la primera sesión de la tarde. Mientras se duchaba con agua bien caliente, se sorprendió al notar la dureza de los músculos de sus piernas, la tersura de su abdomen y la tensión en sus bíceps. Hacía un par de semanas que comprobaba cómo el ejercicio le estaba cambiando el cuerpo y la postura. Se notaba más estilizada y, sin darse cuenta, caminaba con los hombros erguidos, de modo que incluso parecía que tenía más pecho. Se envolvió con una gruesa toalla antes de escoger con cuidado la ropa que iba a usar aquella tarde. Ya era hora de estrenar alguno de sus conjuntos nuevos. Eligió un vestido corto verde oscuro con escote en V y ligeramente entallado. Se puso unas medias gruesas de un tono parecido y botas negras altas. A continuación empezó a secarse el cabello. Tal como le había prometido el peluquero, su melena estuvo lista con sólo un golpe de cepillo. En el espejo vio sorprendida lo que un buen corte de pelo y un vestido nuevo pueden hacer con el aspecto de una chica. La Irene discreta que trataba de pasar desapercibida y tiraba sus hombros hacia delante, como si quisiera hacerse más pequeña, había dado paso a otra persona. Los rasgos eran los mismos, pero ahora lucían de manera espectacular. Había conservado su larga melena, pero ahora parecía más brillante. Su peinado nuevo le daba un aire pícaro y seductor, con un flequillo irregular y las puntas entresacadas. Incluso sus ojos parecían más grandes y su boca más llena. Aquella ropa femenina y con personalidad destacaba sus formas, enfatizadas aún más por el garbo con él que ahora caminaba. El resultado era sorprendente. Casi no se reconocía en aquella nueva imagen de mujer sofisticada y un poco bohemia. Sonrió al espejo con picardía, se lanzó un beso con la mano y decidió darse un toque de brillo rosado en los labios. Por primera vez en su vida le apetecía ponerse guapa y no esconder a nadie el resultado. Tomó el bolso y los libros para sus clases y salió hacia el aula. Por el pasillo notó cómo la miraban de manera diferente. Le parecía un poco exagerado que le prestaran tanta atención. Al fin y al cabo, ella era la de siempre, sólo que con una capa de chapa y pintura. Se entretuvo un momento en secretaría para entregar una encuesta que les habían pedido y al final se le hizo tarde. Entró en el aula cuando todos sus compañeros estaban ya sentados esperando a la profesora de Historia. Como no estaba habituada a los tacones, tropezó y el ruido al chocar contra el pupitre atrajo todas las miradas hacia ella. Se abrió paso entre un coro de murmullos, «ahs» y «ohs» más o menos disimulados. Las chicas cotilleaban sobre el nuevo look de «la forastera» y especulaban sobre la marca de su vestido. Heather le dedicó una mirada admirativa y levantó el dedo pulgar, dándole su aprobación. Los chicos, por su parte, se la comían con los ojos sin ningún disimulo. Nadie le quitaba la vista de encima, sobretodo Liam, que no escondía su cara de sorpresa. Irene se sentó, incómoda. Martha también la miraba con la boca abierta. —¡Chica! No pierdes el tiempo. —Ni tú tampoco —repuso al recordar la espantada de su amiga el día anterior. Ignorando las miradas, sacó su libreta y se dispuso a escuchar a la señorita Clovis, que acababa de entrar en el aula. La clase de aquel día tenía un aliciente especial para ella, porque iban a hablar de la Rusia imperial. A Irene le interesaba el final del siglo XIX, tres décadas antes de la Revolución rusa, porque era la época en la que se situaba Ana Karenina, el clásico de Tolstoi que estaba leyendo para la gramática del amor. La señorita Clovis pidió que repasaran durante diez minutos las seis páginas del libro de texto que hablaban del tema. A continuación, siguiendo su costumbre, los acribillaría a preguntas, como si estuvieran en un concurso de televisión. La diferencia era que en lugar de jugarse dinero, viajes o un coche, los alumnos se jugaban puntos positivos o negativos para sus calificaciones trimestrales. Irene odiaba aquel sistema puramente memorístico, pero se sabía el capítulo al dedillo tras haberlo leído un par de veces para buscar información sobre la época, así que se permitió desconectar. Hasta el momento ni una sola de las novelas elegidas por Hugues la había decepcionado. Todas tenían algo que las hacía inolvidables, y parecían llegar a ella justo cuando las necesitaba. Llevaba leído menos de un tercio de Ana Karenina y aún no sabía por qué caminos iba a llevarla el escritor ruso. Esperaba que no la decepcionara, porque era un buen tocho. Contaba la historia de Ana, la esposa de un alto funcionario ruso que se enamora apasionadamente del conde Vronsky, un joven militar. La protagonista decide vivir su amor en contra de las convenciones sociales de la época, y esto, según rezaba la contraportada del libro, la empuja a un final trágico. —Cerrad los libros. Heather, empezaremos por ti —graznó la señorita Clovis, a la que todos la llamaban «la cacatúa» por su voz de pájaro afónico—. Dime, ¿cómo se llamaba el último zar de Rusia y cuándo fue coronado? —¿1902? ¿Se llamaba Romanov o… algo así? —contestó la rubia, vacilante. —Está claro que no has leído el mismo libro que los demás. Liam, díselo tú. —El rompecorazones de la clase estaba embobado mirando a Irene—. ¿Liam? ¿Estás entre nosotros? Si es así, manifiéstate. —Perdone, señorita Clovis. Fue Nicolás II, y lo coronaron en 1894, creo. —Crees bien. Gracias, ya puedes sentarte. —Heather, te voy a dar otra oportunidad, aunque ya sabes que no creo en ellas. ¿Puedes decirme qué dos ideologías emergieron con fuerza durante las últimas décadas del zarismo? La interpelada palideció, incapaz de encontrar ninguna respuesta en su cabeza. Desde la fila de al lado, Irene trató de ayudarla y le susurró: —¡Comunismo y anarquismo! Pero Heather no la entendía y, desgraciadamente para ella, la señorita Clovis no sólo tenía el pico afilado, sino también el oído. —Muchas gracias, Irene —dijo pronunciando su nombre a la inglesa: Ai-ri-nii—. Como te veo con ganas de hablar, dinos, por favor, el nombre de tres escritores de la edad de oro rusa, o sea, del siglo XIX.—Pushkin, Tolstoi y Dostoyevski —respondió sin vacilar. Si la profesora había querido pillarla en un renuncio, había escogido muy mal el tema de sus preguntas. «La cacatúa» la miró con frialdad y anotó algo más en su libreta. Con un par de preguntas adicionales terminó aquella especie de Trivial Pursuit de la historia de Rusia. Acto seguido, la profesora les pidió que trabajaran un tema de su elección en grupos de tres. Martha y Heather no tenían ni idea de qué aspecto del siglo XIX ruso escoger, pero a la primera le llamó la atención algo que Irene había anotado en su cuaderno de trabajo. —¿Es cierto que la gente de clase alta hablaba en francés entre sí? ¡Como yo! —gorjeó. —Sí, y también en inglés. Eran considerados idiomas cultos, por el hecho de que procedían de las ciudades cosmopolitas y modernas del mundo. —¿Cómo sabes tantas cosas? —preguntó Heather—. Oye, ¿y esos rusos sabían divertirse o eran unos muermos? Porque con esos nombres tan serios… —La nobleza, sobre todo en San Petersburgo, celebraba muchas fiestas, bailes, tés… Se pasaban el día chismorreando, como si vivieran en un pueblo grande, e iban a menudo a las carreras de caballos. Sí, creo que se divertían mucho. También había descubierto en sus lecturas que durante la decadencia del Imperio las costumbres se relajaron. Contar con una amante, por ejemplo, era un deporte tolerado, una costumbre tolerada para los hombres casados. No tenía más consecuencias que algún comentario jocoso en el salón de turno. De hecho, Ana Karenina empieza con la visita de Ana a su hermano para ayudarlo con sus problemas conyugales, originados por una infidelidad con la niñera de sus hijos. Irene siempre se había preguntado si tras el divorcio de sus padres había habido algo así. Su madre no quería hablar de ello, y no tenía tanta confianza con su padre como para preguntarle a él. Ambos se habían limitado a un discurso hermético y cansino acerca de que «se habían vuelto muy diferentes el uno del otro». Sin embargo, un destello de dureza en sus ojos y los labios apretados de su madre cuando alguien hacía referencia a su reciente ex-marido hacían sospechar otra cosa. Martha le dio una patada por debajo de la mesa. —¡Ay! ¿Por qué has hecho eso? —Pssst… Mira detrás de ti. Disimula, como si se te cayera el lápiz. Irene le hizo caso y vio a Liam con los ojos fijos en ella, totalmente embelesado. La miraba como si ella fuera un hueso jugoso y él un perro hambriento. Recuperó el lápiz, pero no quiso seguirle el juego a Martha. Liam le daba un poco de pena, siempre a la caza de lo que se le pusiera por delante. Él se creía un donjuán, pero no era consciente de que ni siquiera escogía a sus ligues. Se limitaba a salir con todas las que se le ponían a tiro, siempre con aquella urgencia, aquella sed nunca satisfecha por tener la agenda llena, daba igual con quién. Comparó su desengaño de hacía sólo unas semanas con el de Kitty, uno de los personajes de Ana Karenina. Kitty es una chica joven e inexperta que se deja impresionar por el conde Vronsky. Éste la corteja con éxito, y todo parece indicar que el idilio acabará en boda. Pero la aparición de Ana, de quien cae inmediatamente enamorado, da al traste con las ilusiones de Kitty, que enferma gravemente a causa deldesamor. A Irene las lágrimas le habían durado poco, e incluso le habían resultado útiles al final. En cualquier caso, no tenía ganas de pensar más en Liam: aquel jueguecito de miradas le parecía una pérdida de tiempo. —Venga, chicas, trabajemos un poco. Estoy segura de que «la cacatúa» nos va a sacar a la pizarra las primeras.

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