Martha estaba demasiado entretenida contoneándose delante de Josh para preocuparse por nada más, así que le tocó a Irene abrir la puerta. Su corazón latía a mil por hora sólo con pensar en aquel chico supuestamente perfecto que su compañera le había encontrado. Nunca había vivido una doble cita, pero sabía por las historias que le habían contado que aquellos experimentos nunca terminaban bien. De la aprensión pasó directamente al fastidio al ver tras el umbral al último invitado que esperaba encontrar en aquella maldita fiesta. Definitivamente, Martha no sólo tenía mal gusto para la ropa y el maquillaje, sino también a la hora de escoger pareja a sus amigas. Se trataba de Marcelo, el pesado de la pista de atletismo que siempre la perseguía para que hiciera estiramientos. Instintivamente pensó en cerrarle la puerta en las narices, pero con dos pasos rápidos él se plantó dentro de la habitación. Vestía como si acabara de salir de la ducha tras un entrenamiento, con un inapropiado chándal de felpa gris, zapatillas deportivas y el pelo castaño todavía húmedo peinado hacia un lado. En la mano sostenía, como si fuera dinamita a punto de explotar, un ramo de flores que Irene supuso que eran para ella. —Estás muy guapa —dijo entregándole aquel obsequio démodé—. Te he traído esto. —Gracias, pero no hacía falta. Tras estas palabras, los dos se quedaron mudos en medio de la habitación. Irene estaba muy enfadada con Martha por haberla metido en semejante berenjenal. ¿Era aquél el maravilloso acompañante que iba a hacerle olvidar sus penas de amor? No conocía a nadie más insípido que él. Ya le resultaba insufrible en la pista para tener que aguantarlo ahora en su propia habitación. Marcelo, por su parte, no sabía a qué atenerse. Josh lo había convencido para ir a la fiesta sin contarle muchos detalles. Aunque no le iba nada trasnochar, le había tentado la posibilidad de conocer mejor a la chica misteriosa que se pasaba el día corriendo como una loca. Pero algo iba mal. Ella estaba furiosa y parecía asqueada por su gesto romántico de llevarle flores. Mientras Martha se pegaba como una lapa a Josh, que lo observaba todo con una sonrisa socarrona, Irene maldecía su suerte. La noche iba a ser muy larga, y a ella le había tocado bailar con la más fea. Su «chico perfecto» le trajo una copa de vino espumoso que sabía a rayos, pero se aferró a la bebida como a una tabla de salvación. Marcelo la seguía por la habitación como un perrillo huérfano, atento a todos sus deseos y sin atreverse a hablar demasiado para no contrariarla. Tras llenarle la copa por segunda vez, al ver un viejo volumen sobre su escritorio, reunió algo de valor para iniciar una conversación. —Veo que estás con Jane Austen. Orgullo y prejuicio… —Sí, es para un trabajo. —He oído decir que estás estudiando algo especial con Byron. ¿Es cierto? —No lo llames así, su nombre es Peter Hugues —dijo secamente sin responder a su pregunta. —Bueno, todos aquí lo llaman Byron por esos aires atormentados y románticos que gasta. Pero opinoigual que tú: ese apodo no le pega. Es un tipo tranquilo y formal, al contrario que el poeta romántico. ¿Sabías que Lord Byron metió un oso en su residencia mientras estudiaba en Cambridge? Irene negó con la cabeza. Estaba harta de aquella cháchara sin sentido. Intuía que las lecturas del chico del chándal se limitaban a diarios deportivos, aunque intentara impresionarla con anécdotas literarias recién exprimidas de la Wikipedia. Para disuadirlo, ella empezó a contestar con monosílabos hasta que él, frustrado, optó por cambiar de tema: —He estado pensando en tus entrenamientos y se me ha ocurrido una idea para que mejores tus registros. ¿Qué te parece si te hago de liebre? —¿Y eso qué es? ¿Alguna tradición inglesa rara? —Quiere decir que yo correría delante de ti y tú tratarías de alcanzarme. De este modo conseguirás un ritmo parecido al mío. Está demostrado que con este método el tiempo de los atletas mejora muy rápidamente. —Muchas gracias pero no, prefiero seguir corriendo sola. —Piénsalo, ¿vale? —insistió, inmune al desaliento—. A mí no me importaría hacer de liebre para ti. ¿Te apetece un pastelillo? Marcelo tomó de la bandeja un dulce de nata, con tan mala fortuna que le resbaló entre sus dedos hasta zambullirse dentro de la copa de ella. Un pequeño tsunami de champán barato se levantó hasta inundar el escote de Irene y su vestido prestado. —¡Dios mío! Lo siento… Irene, hecha una furia, se deshizo de sus torpes intentos por limpiarle las manchas. Tras secarse ella misma con varias servilletas de papel, desvió la mirada hacia su compañera para librarse de seguir hablando con aquel desastre. Martha había bajado las luces. La música ahora atronaba en la habitación, pese a su promesa de no armar jaleo para evitar ser descubiertas, algo que Irene casi deseaba para poner fin a aquella tortura. Seguía sonando Muse, esta vez con un tema más lento, I Belong To You , que dio a la inglesa la excusa perfecta para bailar con Josh. Él la agarró por la cintura con delicadeza y, a cambio, ella apretó sus caderas contra las suyas con decisión. Luego puso las manos sobre su pecho, acariciándolo a la vez que lo besaba lenta y profundamente. Irene se removió, incómoda, en la cama que les hacía de sofá. «¿Y ahora qué? —pensó—. ¿Se suponía que Marcelo y ella también tenían que enrollarse?» Él pareció leer sus pensamientos y se acercó un poco más. Sin atreverse a mirarla, como si no estuviera seguro de lo que iba a hacer, dejó caer lentamente la mano sobre la rodilla de ella. Se quedó un rato allí, como una hoja muerta. Aturdida e incrédula, Irene vio cómo aquella mano iniciaba un precavido ascenso bajo la falda hasta detenerse a medio muslo. Podía sentir cómo cada uno de sus dedos tanteaba su piel a través de las medias. Indignada, tras recuperarse del estupor inicial, se levantó como impulsada por un resorte y salió corriendo hacia la escalera exterior. —Este vino espumoso es abominable. Yo también necesitaba un poco de aire. ¿Quieres que te traiga la chaqueta? Pillarás una pulmonía con ese vestido.Su tenaz acompañante la había seguido hasta las escaleras de la residencia y se había sentado junto a ella. El rojo que teñía sus mejillas inglesas revelaba que no estaba orgulloso de lo que había hecho un par de minutos atrás, y ahora trataba de ofrecer una mejor versión de sí mismo. Irene tenía mucho frío y los nervios a flor de piel. Ya no podía más con aquel simulacro de cita romántica, pero Marcelo estaba decidido a ignorar sus silencios: —Hace una noche preciosa. ¡Fíjate, cuántas estrellas! Dentro de un mes, con el solsticio de invierno, será una época perfecta para contemplarlas. Mis padres tienen una granja en la península de Lizard, al sur de Cornualles. Antes de que se instalaran en Australia, cada año organizábamos allí nuestra «noche de las estrellas». ¿Sabías que The Lizard es el punto más meridional de toda Gran Bretaña? Se llama así porque ese pedazo de tierra parece una cola de lagartija. —Déjalo ya, Marcelo —suplicó Irene, a punto de llorar—. No me interesan las estrellas, ni la geografía, ni… ¿No te das cuenta de que esto no va a funcionar? Por favor, ¡quiero estar sola! A pesar de la oscuridad, Irene pudo ver cómo el rostro de Marcelo se ensombrecía para luego ruborizarse. Muerto de vergüenza, se despidió levantando suavemente la mano mientras se incorporaba. Luego se alejó caminando con largas y rápidas zancadas hacia la residencia de los chicos. Irene lo observó súbitamente apenada. Se arrepintió en el acto de haber sido tan dura con él. Marcelo se había esforzado mucho en gustarle, pero ella no soportaba las situaciones en las que debía jugar un papel que no había elegido. No le gustaba encontrarse con el guión escrito, y menos en cuestiones de chicos. El amor gasta unas bromas muy pesadas, pensó. ¿Por qué todo el mundo parecía tener la llave de la puerta equivocada? Volvió al pasillo con ganas de echar a la parejita feliz e irse a dormir de una vez, pero se encontró con la puerta de su habitación cerrada. La música había cesado, y en su lugar se oían unos débiles e inequívocos gemidos. Al comprender que su amiga había conseguido por fin lo que llevaba buscando toda la noche, suspiró resignada y se sentó en el suelo con la espalda apoyada en la pared. Mientras cruzaba las piernas y se frotaba las manos para entrar en calor, Irene pensó que, si no la encontraban antes muerta de frío, Martha conocería a la mañana siguiente su furia mediterránea desatada.
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