Parte senza titolo 5

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Peter Hugues depositó dos tazas humeantes sobre una pila de libros que hacía de mesita en su despacho. Irene tomó una de ellas con ambas manos y bebió un sorbo de té fuerte y especiado. Tendría que acostumbrarse a aquel brebaje si quería ser una más en Cornualles, se dijo mientras miraba por la ventana. El cielo era de un azul tan intenso que le dolían los ojos. El profesor se sentó en una silla frente al diván de escay marrón donde ella, nerviosa, cruzaba y descruzaba las piernas a la espera de veredicto. Acababa de entregarle un breve ensayo acerca de Al sur de la frontera, al oeste del sol. Peter le había pedido que, en lugar de un comentario de texto, realizara un trabajo muy personal sobre las impresiones y los sentimientos que le había despertado aquella lectura. Irene había titulado su ensayo LA PRIMERA VEZ, ya que Murakami le había hecho pensar en la importancia del primer amor y en cómo llega a modelar la vida de una persona. Una de sus conclusiones había sido: «Somos lo que queda de nosotros cuando nos rompen el corazón por primera vez.» El protagonista de la novela describía a la perfección un sentimiento que, a pesar de su poca experiencia, a Irene ya le era conocido: la certeza de que nuestro mundo se convierte en un lugar inhóspito cuando desaparece la persona amada. Hacia el final de la novela, Hajime se sienta en el bar de jazz del que es dueño. Lo que en otro tiempo le había parecido un lugar acogedor y glamuroso, sin la presencia de Shimamoto es una tabernucha vulgar desprovista de encanto. En esa parte del libro había una nota a pie de página del lector de la estilográfica —una cita con autor y todo— que ella se había permitido incluir en su trabajo: NO ESTÁS ENAMORADO DE ELLA, SINO ENAMORADO DE LA VIDA A TRAVÉS DE ELLA. STEWART EMERY También Irene había sentido los últimos días que los colores de Saint Roberts habían perdido brillo. Sin embargo, la lectura del japonés le había servido para darse cuenta de algo muy importante: en su ofuscación tras la humillación sufrida, no había sabido ver desde un principio que Liam no había sido su primer amor. El flechazo había sido fulminante, sin duda, tal vez porque se había sentido muy especial al saberse elegida por él. Pero ahora se daba cuenta de que sus corazones nunca habían llegado a tocarse. ¿Qué sabían el uno del otro? Nada. Empezaba a intuir que cuando amainara la tempestad romántica, en su interior descubriría que todo había sido una fascinación efímera. En cambio, hacía días que recordaba a Marcos el Raro, su amigo de infancia. Aquel niño tímido y desgarbado le había dejado una profunda huella. ¿Se puede hablar de amor a los once años? Era la edad que tenían cuando habían dejado de verse, pero Irene sabía que ese sentimiento había existido. Un amor inocente y puro, de tardes interminablesfrente a un libro ilustrado que leían por turnos, de refrescos calientes que sorbían de la misma botella, de chicles gigantescos y pequeñas fantasías compartidas. El pajarillo perfecto de Murakami la había transportado a una tarde de domingo, a principios de invierno. Habían estado leyendo una adaptación de los cuentos de Poe mientras fuera llovía a cántaros. Estaban sentados sobre la alfombra de Irene, que se había asustado con la historia de El corazón delator y le había pedido que dejaran de leer. Marcos el Raro se había quedado pasmado, como le sucedía algunas veces; enseguida volvía a la normalidad y retomaba la conversación como si nada hubiera sucedido. Pero aquel atardecer de lluvia hizo algo diferente. Sin previo aviso, se inclinó sobre su amiga y la abrazó. La lluvia repicaba más fuerte sobre los tejados, como si quisiera acompasarse con los latidos de ellos dos. Irene nunca olvidaría el suave temblor del cuerpo de Marcos contra el suyo, así como la cara ardiente de él sobre su cuello. Con una seguridad desconocida para ella, lo atrajo un poco más hacia sí y le acarició la nuca mientras permanecían abrazados en silencio. Sólo hablaban la lluvia y sus corazones desbocados. No se besaron, pero Irene recordaba haberse sentido completamente unida a él, como si estuvieran atados por un hilo invisible, cálido y sedoso. Luego, Marcos se separó de ella y dijo que tenía que volver a casa. Aquello no se volvió a repetir, ni lo mencionaron nunca en sus conversaciones, aunque a partir de aquella tarde ella deseó que sucediera de nuevo. Cuando él le anunció por teléfono que se mudaba con su familia, sintió que algo importante quedaría para siempre en el aire, como si le hubieran arrancado el final de una novela que la había tenido atrapada y de la que no existía ningún otro ejemplar. —¿Dónde tienes la cabeza, chiquilla? Irene se dio cuenta de que Hugues había terminado de leer los tres folios a doble espacio que acababa de darle su única alumna. —En ningún sitio particular —repuso insegura—, sólo esperaba su opinión sobre mi trabajo. Irene se dio cuenta de que estaba ansiosa. Peter era muy amable con ella y quería gustarle. Pero, reservada como era, le incomodaba que un extraño supiera tanto sobre sus sentimientos más íntimos. Se frotó los brazos, sintiéndose indefensa y frágil ante la mirada de su profesor, que depositó con cuidado las hojas de papel encima de la mesita. Luego alzó las cejas y sonrió. —Al principio, tuve dudas acerca de si era el autor adecuado para iniciar la gramática del amor, pero al leer tu trabajo veo que lo has entendido muy bien. Hay comentarios brillantes. Y me ha gustado que relaciones la lectura con tu primer romance. Irene le devolvió la mirada con timidez. —¿Tan raro era ese Marcos? —añadió Hugues de repente. —Sí que lo era. Nunca he conocido a nadie como él. Tal vez por eso lo echo tanto de menos, aunque no me había dado cuenta hasta ahora. Irene se arrepintió enseguida de haber expresado tan abiertamente sus sentimientos. No hablaba de ellos con nadie y, por más que Peter le gustara, se sentía estúpida y ridícula. Para sacudirse de encima esa sensación, decidió decir: —Profesor Hugues, ¿por qué estamos haciendo esto? Ya le expliqué que no voy a tirarme por ningúnacantilado. Él dirigió la vista hacia la ventana mientras respondía: —Hay acantilados más profundos y peligrosos que los de Cornualles. Están dentro de cada persona y resulta difícil salvarse cuando caes en ellos —hablaba como si estuviera muy lejos de allí; luego miró a Irene—. Pero has venido aquí para hablar de novelas de amor. Todas las que te van a acompañar este trimestre son muy especiales. Yo las leí por primera vez con mi mujer en voz alta, como hacías tú con Marcos. —¿Están divorciados, como mis padres? —se atrevió a preguntar ella. —No, Irene. Mi mujer murió hace dos años. —Lo siento mucho. No quería… Peter levantó la mano y la dejó caer sobre su regazo para decirle que no se preocupara. Luego le llenó la taza de té mientras volvía a su ensayo: —Me gusta eso que has escrito sobre el primer amor: «A menudo basta con saber que has sido elegida para que te enamores de la persona que te encuentra especial. ¿No será el primer amor la sorpresa de que alguien, entre la multitud, te señale justamente a ti? Quizás por eso es tan emocionante». Bravo, Irene. Acto seguido, el profesor se puso en pie y anunció: —Por hoy hemos terminado. Hasta el miércoles que viene. Tendida en la cama de su habitación, Irene no podía dejar de pensar en el profesor. Repasaba, una y otra vez, las palabras elogiosas que le había dirigido en su despacho. A Peter le gustaban sus escritos y le había dicho que, si se lo proponía, podía llegar a ser escritora o periodista. ¿Escribiría él?, se preguntaba. Con tantos libros a su alrededor, sería extraño que al menos no lo hubiera intentado. Nadando entre recuerdos cada vez más dispersos, un agradable cosquilleo se instaló en su estómago al evocar las manos de Peter alrededor de su cintura, el día del acantilado, cuando él creía erróneamente que se iba a suicidar Irene se ruborizó al darse cuenta de que estaba pensando en el profesor de gramática de un modo… de aquel modo. Para apaciguar sus ensoñaciones, se dio la vuelta en la cama y abrió la primera página de Orgullo y prejuicio, de Jane Austen. Se lo había prestado él de su propia biblioteca antes de que abandonara el despacho. Aspiró con fuerza el olor a papel viejo que se desprendía de sus páginas. Jane Austen olía a Peter Hugues. Suspiró y se dispuso a pasar una agradable noche en el universo romántico que prometía el libro nada más comenzar: Es una verdad generalmente admitida que un hombre soltero, poseedor de una gran fortuna, debe tomar esposa. «Sí que empezamos bien», pensó, imaginando una novela llena de las típicas escenas romanticonas y plagada de lugares comunes. Por divertirse un poco, se puso a contar las veces que aparecían en la primera página las palabras «soltero», «casado» y los derivados de las dos. Contó un total de cuatro«solteros», un «casadera» y un «casado». Al menos, la autora dejaba claro de qué iba la historia desde el principio. Siguió leyendo sin mucho interés y pronto se encontró bostezando y luchando por no dormirse. De repente se sentía muy cansada. Los párpados le pesaban y poco a poco empezó a caer en las redes de un profundo sopor, en el que se fue hundiendo sin remedio con las páginas del libro resbalando entre los dedos. Irene corría con el corazón encogido, sin poder contener los sollozos. Se dirigía al acantilado a toda velocidad, tan rápido que ni veía las piedras del camino, que la hacían tropezar y perder el paso. Las lágrimas surcaban sus mejillas y le emborronaban la vista. Sabía que alguien iba tras ella, y esa certeza, en lugar de hacerla desistir de su loca carrera, la hacía apresurarse aún más. Sólo quería correr, correr sin parar, huir de la honda tristeza que la atormentaba. Peter Hugues no se quedaba atrás, e Irene podía notar su presencia cada vez más cercana, pero nada ni nadie podía pararla. Apretó con más fuerza el libro que sujetaba con una mano contra su costado derecho. Y entonces se detuvo. El viento soplaba tan fuerte, allí en el abismo, que dejó de oír los pasos de su perseguidor, pese a que había llegado al borde del acantilado casi a la vez que ella. Sólo cuando Irene pudo notar el aliento de él sobre su nuca recordó que no estaba sola en el rincón más solitario de Saint Roberts. —Irene —susurró el profesor con tono preocupado. —Ya sabe que no voy a saltar, no hacía falta que me siguiera — dijo ella todavía llorando. El profesor no respondió, y ella giró levemente la cabeza para ver si continuaba allí. De repente notó sus manos sobre su cintura y supo instintivamente que él la agarraba con una urgencia distinta que la de la primera vez. —Irene —repitió. Ella se sorprendió al comprobar que el azul claro de sus ojos casi había desaparecido, reemplazado ahora por un tono mucho más oscuro, líquido y casi negro. Él soltó una de las manos de su talle y le limpió con cuidado una lágrima rezagada. Irene sintió que su cuerpo se encendía, como si por fin alguien hubiera localizado un interruptor oculto en alguna parte de su ser. Seguía todos los movimientos del profesor de gramática como si estuviera hipnotizada. Tomó el dedo que él había utilizado para enjugarle la lágrima y, sin pensar en lo que hacía, se lo llevó a los labios y lo besó. Luego fue deslizando los otros cuatro por su boca tomándose su tiempo y sin dejar de mirarlo en ningún momento. Peter suspiró, y ella, consciente del nuevo poder que acababa de adquirir, recondujo la mano que había tomado hasta su seno y la mantuvo allí con firmeza, mientras su corazón latía enloquecido. Sus labios no tardaron en encontrarse, e Irene sintió cómo el aliento fresco de él se mezclaba con el suyo. De inmediato sus piernas y sus brazos se aflojaron, como si su cuerpo hubiera estado esperando aquel beso como una señal desde hacía una eternidad. Su mano derecha, que todavía aferraba Orgullo y prejuicio, también se destensó, y el libro cayó sobre una piedra con un clonc. El sonido del libro al caer, al lado de la cama donde se había quedado dormida sin remedio, la despertó abruptamente. Recogió la novela del suelo y apagó la luz, consciente de que las imágenes de aquel sueño perturbador se le iban a aparecer muchas veces a partir de aquella noche.

la gramatica del amorDonde viven las historias. Descúbrelo ahora