Había pasado casi una semana desde su encuentro con el profesor de gramática, e Irene ya había integrado en su vida, de manera casi natural, los dos castigos. Por las mañanas se levantaba a las seis, cuando aún era noche cerrada. Se recogía la melena oscura en una coleta baja y se vestía con mallas gruesas y un forro polar para soportar las bajas temperaturas. Se calzaba las zapatillas deportivas, bebía un vaso de agua y salía a correr. Su recorrido la llevaba primero hasta el acantilado, siguiendo el sendero escasamente iluminado que atravesaba el bosquecillo. Aquellos primeros dos kilómetros los corría casi dormida. El tap tap monótono de sus pies sobre el suelo de grava la sumía en un estado de duermevela tras el que luego apenas recordaba nada. Y eso le gustaba. Es bueno no pensar cuando te acaban de romper el corazón. Antes de iniciar la carrera, Irene dejaba vagar su mirada perezosamente por el patio, tranquilo como un cementerio Victoriano a aquellas horas. Al lado de su residencia, frente al edificio del colegio, había una pequeña plaza circular con un estanque en medio. En el fondo lleno de limo vivían unas enormes carpas mutantes a las que estaba prohibido alimentar. Irene se había sentado muchas veces en los desvencijados bancos de madera que rodeaban la plazoleta. Era un buen lugar para leer o dejar pasar el rato, pero no a aquella hora de la madrugada, cuando la humedad marina calaba en los huesos. Tap tap, tap tap, tap tap… Una vez dejaba atrás el colegio y llegaba al acantilado, el aire húmedo la despertaba de golpe. Entonces comenzaba a disfrutar del ejercicio. Debía reconocer que Hugues había acertado al obligarla a entrenarse. Era un deporte que iba bien con su constitución. Irene era menuda y delgada, estaba hecha para correr. Y lo que más le gustaba era que, con cada zancada contra el viento, tenía la ilusión de que huía de sí misma. Tras el acantilado tomaba un estrecho sendero que desembocaba en un camino alternativo de vuelta al colegio, pasando esta vez por delante de la residencia de los chicos. Un recorrido de casi cinco kilómetros en total. La carrera de fin de trimestre en Saint Roberts era de diez kilómetros, por lo que a continuación Irene se dirigía hacia la pista de atletismo. Allí corría otros cinco mil metros dando vueltas al impecable circuito. Esa parte de la rutina deportiva se le hacía más pesada, porque le aburría correr en círculos. Su vida ya era suficientemente circular y repetitiva. Aun así, tenía que admitir que el entrenamiento le gustaba y se sentía bien cuando por fin terminaba con una ducha caliente. Y si las mañanas antes de clase las dedicaba a gastar las suelas de las zapatillas de deporte, buena parte de las tardes las destinaba a la lectura. Había comenzado a leer Al sur de la frontera, al oeste del sol, de Haruki Murakami, en una edición de la biblioteca muy usada y llena de anotaciones. Hugues le había anunciado que iban a leer siete novelas, elegidas por él sin orden cronológico. De hecho, el profesor prefería empezar por la más contemporánea de la selección. Irene nunca antes había leído a un escritor japonés, así que temía que aquello fuera una lata. Sinembargo, enseguida se sintió atrapada por la historia de la pareja protagonista, Hajime y Shimamoto, a la vez que la intrigaban las notas en los márgenes de las páginas. Había dos tipos de comentarios que provenían claramente de personas diferentes. Los primeros estaban escritos con pluma estilográfica. La caligrafía era pequeña y bonita, y el final de cada línea tenía cierta tendencia a desviarse hacia arriba. Las otras anotaciones estaban hechas a lápiz con una letra bastante más descuidada. Ella dedujo que las primeras las había escrito una persona mayor y las segundas alguien más joven y apresurado. En todo caso, ambas conformaban una especial guía de lectura que la ayudaba a entender el primer libro de su nueva asignatura extraescolar: «gramática del amor». Al sur de la frontera, al oeste del sol cuenta la historia de Hajime, que en japonés significa «principio». Hasta los doce años era un chico acomplejado que se sentía diferente del resto de sus compañeros de escuela. Irene comprendía muy bien esa sensación. No en vano ella era la «forastera». Pero Hajime entabla una profunda relación de amistad con Shimamoto, una niña extraordinaria de su clase. Muchos años más tarde ambos se reencuentran e intentan resucitar aquel primer amor, en circunstancias mucho más complicadas que las de su infancia. A Irene le gustó sobre todo la primera parte del libro, ya que le fascinaba la relación de Shimamoto y Hajime a los doce años. Ambos eran hijos únicos, como ella, y se reunían cada tarde para tomar el té y escuchar viejos discos de vinilo. La lectura la transportó a un tiempo pasado y le hizo pensar en Marcos el Raro, su único amigo a los once años, a quien no veía desde entonces. ¿Qué habría sido de aquel chico? Le había perdido la pista cuando la familia de él se había mudado a otra ciudad, mucho antes de su traslado a Cornualles. Las primeras notas manuscritas venían después de un fragmento especialmente bello que había dejado impresionada a Irene: Me tomó de la mano una sola vez. Fue un día que me llevaba a algún sitio, y el gesto decía: "Rápido, es por aquí". Nuestras manos permanecieron unidas como mucho diez segundos, pero a mí me parecieron treinta minutos. Y cuando me soltó, deseé que el contacto no se hubiera interrumpido. Yo sabía, sabía que ella me había cogido la mano de una manera espontánea, pero que, en realidad, lo había hecho porque deseaba hacerlo. Aún hoy recuerdo el tacto de su mano aquel día. Es un tacto diferente a cualquier otro que haya experimentado después. Es simplemente la mano pequeña y cálida de una niña de doce años. Pero en aquellos cinco dedos y en aquella palma se concentraban, como en un catálogo, todas las cosas que yo quería saber, todas las cosas que tenía que saber. Y ella, al tomarme de la mano, me las enseñó. Me enseñó que en el mundo real existía un lugar como aquél. Durante diez segundos tuve la sensación de haberme convertido en un pajarillo perfecto. Surcaba el aire, sentía el viento. Desde las alturas, podía ver paisajes lejanos. Tan remotos que no era capaz de vislumbrar con claridad lo que había. Pero supe que existían. Y que algún día iba a visitarlos. Esa certeza me dejó sin aliento, me hizo estremecer. A la derecha de aquel párrafo de la novela, alguien había escrito a pluma: PRIMERAS VECES. PAJARILLO PERFECTO: ¡PERFECTA DEFINICIÓN DEL AMOR!Justo debajo, en lápiz, se leía: B. Y YO PASEANDO A LA ORILLA DEL MAR, CUANDO CON ELLA TODO ERA POSIBLE. La referencia al mar la intrigaba. Intuía que el lector del lápiz era alumno del colegio, o al menos alguien que había pasado por allí en algún momento. ¿Quién sería? ¿Y quién sería esa B. junto a quien todo era posible? En cualquier caso, Irene también creía que aquel párrafo de Murakami resumía muy bien lo que era el amor. Estar enamorado es sentirse ante un catálogo maravilloso lleno de infinitas posibilidades. Es saberse un pajarillo perfecto que patrulla los cielos sintiendo que ha encontrado su verdadera razón de ser, su centro, su motivo. Lástima que a ella la habían derribado de una perdigonada traidora cuando empezaba a levantar el vuelo, pensó. Irene mordisqueaba su lápiz rojo —quería tomar sus propias notas—, totalmente concentrada en el libro. Mientras el viento húmedo agitaba su cabello, la tarde avanzaba sin que se diera cuenta. Sentada en la plaza del estanque, con la mano libre aferraba un vaso de chocolate caliente con el que trataba de engañar al frío. Pasó cerca de ella Heather, que la saludó sin muchas ganas. Irene correspondió vagamente a su saludo, todavía enfrascada en la lectura. Luego pasó él, y las letras de las páginas se volvieron borrosas. Liam caminaba en dirección al acantilado de la mano de Rosalinde, una chica muy guapa de su clase. El cabello liso y suelto de la chica, de un castaño reluciente, asomaba por debajo de su gorro de lana. A Irene no le quedaban bien los gorros. Le hacían los ojos pequeños y parecía una mema con un casquete de lana en la cabeza. En cambio, a Rosalinde aquel accesorio le sentaba como un guante, e incluso resaltaba sus enormes ojos verdes. En aquel momento, Liam le susurró algo al oído que la hizo sonreír. Sonreía y se apartaba de la cara un mechón de pelo. Él la miró con ternura y aprovechó para agarrarla suavemente por el hombro, con un gesto que a Irene le resultaba dolorosamente familiar. Se preguntó si Rosalinde formaba parte de las diez princesas o si era una nueva «adquisición» que engrosaba la lista. Cerró el libro de golpe, abrumada por la intensidad de su pena, y decidió que aquella tarde iba a necesitar un entrenamiento extra. Evitó el camino del acantilado, ya que Liam y Rosalinde parecían dirigirse hacia allí, y fue directa hacia la pista de atletismo. Ya era de noche, pero varios focos muy potentes iluminaban toda la zona de entreno. Irene empezó a correr por el carril exterior, primero con un trote tranquilo. Enseguida aceleró en un sprint interminable, dispuesta a calmar su inquietud aunque se quedara sin respiración. Si corría con todas sus fuerzas pronto se arrancaría del corazón la imagen de Liam, se decía para calmarse. Liam charlando con la chica. Liam tomándola del hombro. La primera vez que le cogió lamano A ELLA. La primera vez que compartieron un refresco, una situación que le pareció natural y a la vez deliciosamente íntima. Sus manos, sus dedos largos y finos, las dos pequeñas arrugas que se le dibujaban a los lados de la boca al sonreír… Aceleró aún más, ayudándose con los brazos pegados a los costados, a la vez que trataba de capturar algo de oxígeno para seguir respirando. —Eres un maldito rayo, pero si sigues corriendo así vas a lesionarte —dijo una voz detrás de su espalda. Irene aflojó un poco, y quien había hablado la alcanzó. —¿Sabes que corres muy deprisa? Le pareció que aquel chico le sonaba, aunque no lograba situarlo. Era bastante más alto que ella, pero también muy delgado. Tal vez fuera un curso por delante del suyo. El corredor se había colocado en el carril contiguo y se empeñaba en darle conversación. —No me contestes. ¡Seguro que no puedes ni hablar! Incluso a mí, que soy corredor de fondo, me cuesta seguirte. Hazme caso: si corres así te vas a lesionar. Me he fijado en que vienes cada día, pero nunca te he visto hacer estiramientos. —¿Estiramientos? Tras bajar el ritmo, Irene había recuperado algo de resuello para contestar a aquel chico tan inoportuno, aunque seguía ofuscada y rabiosa con Liam y su nueva acompañante. —Sí, antes y después de correr debes estirar los músculos de las piernas. Si no lo haces, puedes acabar la carrera a la pata coja. Y… ¡adiós competición! ¿Quieres que te enseñe a hacerlo? Venga, te espero frente al cobertizo donde guardan la utilería. Dicho esto, no esperó respuesta y se alejó corriendo en dirección opuesta a la de Irene. Ella siguió con su carrera a un ritmo más pausado aún, tratando de recordar cómo se llamaba aquel pesado. Estaba segura de que su nombre empezaba por «m». Se acordaba porque se parecía un poco a Marcos, su amigo de la infancia. Era curioso que hubiera pensado en Marcos el Raro dos veces en el mismo día. Marcelo, que así se llamaba el chico, le enseñó los estiramientos básicos. Mientras ella los ejecutaba con hastío, él le explicó que formaba parte del equipo de atletismo de Saint Roberts. Corría todas las carreras de fin de trimestre. Los diez atletas con mejor tiempo competían entre sí en la media maratón de fin de curso. Reconoció que la había corrido dos veces, aunque nunca había ganado. Irene casi no lo escuchaba, ya que sus pensamientos seguían estando muy lejos, en el acantilado, y Marcelo parloteaba sin cesar acerca de cosas intrascendentes. Después de cinco minutos, ella se sintió incapaz de soportar más cháchara acerca de músculos, ácido láctico y pulsímetros para medir los latidos del corazón. Le dio las gracias y, sin más explicaciones, dio por acabada su sesión de estiramientos conjunta. Puso rumbo hacia su cuarto, sin mirar atrás a un desconcertado Marcelo que se preguntaba qué diablos le pasaba a aquella chica que corría tan rápido.