XIX. NUEVO DÍA, NUEVO CASO.

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¿Qué día era? En cuanto tuviera dichosa información la escribiría en un papel para tatuarla en unos años. Podía brincar de la felicidad, o comenzar a cantar con letras y ritmos improvisados, tal como esa película que vio en el televisor del hospital, que tan pronto una princesa abría la boca ya todos tenían pasos listos con los cual deslumbrar. Ahora que lo pensaba, agradece un poco la regla de "no películas" de su padre porque, ¿qué mierda fue esa cosa que miró? Agitó la cabeza a los lados; no era tiempo de dar críticas a canciones infantiles.

Cada árbol por el cual pasaban era pintado con detalle en su memoria, cada bache que sobrepasaban grababa el movimiento del carro, las personas caminando por las calles sin la más remota idea de que dentro de ese lujoso auto rojo se hallaba un pre adolescente, y era su primer vez fuera de casa.

¿Casa? ¿Tan siquiera podía llamar a esa pútrida mansión su casa? No lo creía. Él se quedó sin casa desde hace mucho tiempo.

Humanos, personas. Seres con una historia donde las muertes no es algo constante, los hijos tienen el privilegio de ser quien su corazón anhela, sus creencias no involucran entregar tu sangre y tatuarse un escalofriante símbolo para demostrar tu lealtad, donde hay una oportunidad. Oportunidad de vivir, de florecer, extender sus alas y abrazar a aquellos que derriten el alma.

Algún día, pensó. Algún día podría encontrar a alguien quien atesorar y brindar su amor en ese mundo.

—¿Todavía quieres esto?

No despegó la vista de la ventana, lo menos que quería era perderse tan siquiera un simple pormenor.

—Sí—fue lo único que se dignó a responder. Estaba adorando cada segundo.

—Solo falta dar vuelta en esta calle y ya estaremos ahí.

—Bien.

Abrazó con emoción su mochila, llevaba todo tipo de libros; misterio, romance, princesas, e incluso uno donde guardaba flores, o más bien rosas, las más preciosas que sus ojos divisaban. Se los mostraría a Gia, todos y cada uno. Y después le pediría escuchar música de su gusto, jugarían juntos, hablarían mucho, se iban a dar demasiados abrazos, todo sería sonrisas y sonrisas. Y ni una pequeña cosa le arrebataría el mejor día de su vida.

Por fin separó la mirada de la ventana una vez que el carro frenó. No espero por nada, abrió la puerta y apreció cada detalle de la casa de su hermana. No había patio, ni flores, ni se miraba mucha luz dentro. Dio los primeros pasos, sintiendo como casi se flaquean por la adrenalina que viajaba por su delgado y pálido cuerpo, hasta que se detuvo. Giró en el lugar y se dedicó a observar a su padre, que lo miraba de vuelta con una expresión tranquila, casi contenta.

—¿No vienes?—preguntó. Ni sabía por qué lo dijo, según él lo menos que quería era estar cerca de su padre.

Negó, esbozó una sonrisa.—No puedo quedarme. Regresaré en unas horas, ¿de acuerdo?

Asintió aferrándose a su mochila.

—De acuerdo. Nos vemos.

—Nos vemos.

Con simples movimientos el carro comenzó a andar en función en segundos, retrocedió un poco antes de alejarse. Vio como el auto se hacía cada vez más pequeño, combinándose con todos los otros objetos, y por primera vez se sintió nervioso. Era la primera vez que hablaría con alguien sin ninguno de sus padres estando ahí para supervisar sus palabras, ¿qué tal si decía algo que decepcionaría al señor Brown y Gia? ¿podrían sacarlo de la casa por eso? ¿qué haría entonces, esperar o buscar a su padre?

¿Podía tan siquiera hacerlo solo?

Volteó la cabeza a la puerta cuando la misma se abrió abruptamente, todo su ser se congeló; tantos años de no ver esos verdosos ojos, oscuro cabello y aura relajada, y ahora estaba frente suyo, con la cara siendo acaparada por una expresión inescrutable. Se miraba mucho mayor que la última vez. Tal vez Gia no lo quería ahí.

M O R T E M.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora