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Se sentía algo inquieto.

Aquello siempre solía suceder los días antes del trabajo y era de lo más normal. Normalmente tenía dos o tres encargos como aquellos al mes, pero algo le decía que especialmente ese iba a durar demasiado.

Evitó su propio reflejo y salió del baño con el pelo aún húmedo y una toalla alrededor de la cintura, envuelto en una nube de vapor. Descalzo y bostezando, fue hasta su habitación, la más grande del apartamento, dispuesto a enfundarse en cualquier pijama y dormir.

Lo primero que vio al encender las luces fue el llamativo bulto sobre la enorme cama. Suspiró, rezando para no haber despertado al pequeño, habituado a dormir junto a él alguna que otra vez.

Megumi amaba aquella cama porque podía rodar y dar seis vueltas de lado a lado, hasta caer al suelo. Cuando dormía, bien podía situarse en la otra punta, o bien pegado a su espalda, como un pequeño polluelo que no se quiere separar de su madre, en este caso de su padre.

Giró desde la puerta hacia la derecha, abriendo las puertas del robusto armario de madera para sacar una camiseta y unos pantalones. Sin embargo, cuando se dio la vuelta con la ropa en mano, encontró al somnoliento niño mirándole, incorporado y con el pelo alborotado.

Quiso disculparse, pero se dio cuenta de que no le había molestado aquello. De hecho no estaba molesto por nada en particular, sino que estaba observando su torso cubierto de cicatrices.

Apretó los labios, abandonando la habitación para vestirse en el baño. Odiaba que viera aquellas líneas blanquecinas, difusas, rectas y curvadas en llamativos laberintos y ríos. Atravesaban sus pectorales, sus abdominales y llenaban su espalda con recuerdos del más horroroso dolor.

No era ningún secreto, odiaba verse en el espejo. Le causaba incomodidad e incluso rechazo. A decir verdad, la que más le afectaba era la única que alcanzaba a verse, la que cruzaba sus labios de arriba a abajo, que le daba un aspecto tan rudo.

De vuelta en la habitación, ya a oscuras y vestido, se metió entre las sábanas dispuesto a dormirse rápido, soñar con cualquier cosa, y despertarse para hacer su trabajo. Se encogió, dándole la espalda al niño y cerrando los ojos, pero pronto sintió la calidez del cuerpo del menor contra el suyo.

—Papá. —Llamó Megumi, en voz baja, como si temiera que ya estuviera completamente dormido. —Zanahoria quiere un abrazo.

Se dio la vuelta con pereza, rodeando al crío y su peluche, aquel conejo blanco y suave que siempre tenía entre los brazos. Nunca se separaba de él, ni siquiera cuando hacía los deberes de clase o estudiaba, pues lo sentaba en su regazo y le enseñaba a sumar, restar y multiplicar.

De sólo pensar que con cada trabajo, estaba la posibilidad de no volver a verle se le rompía el corazón. Lo estrechó con fuerza.

—Mañana te daré las llaves para que puedas entrar cuando vuelvas de la escuela. —Susurró, metiendo la nariz entre su pelo. —La comida estará hecha, sólo tienes que calentarla. No le abras la puerta a nadie, ni cojas el teléfono, ¿vale?

Aquellos eran los avisos de siempre, pero se lo repetía para hacerle saber que no se olvidaba de él —y de Zanahoria—, que lo quería más que a nada del mundo.

—Ya lo sé. —Rio en voz baja cuando su padre le otorgó un sonoro beso en la cabeza. —¿No puedo abrirle la puerta a Satoru?

Toji abrió los ojos de golpe.

—A él tampoco. —Determinó, aflojando su abrazo al notar que el otro tenía menos para respirar, pero que no decía nada porque le gustaban los abrazos de los que quitaban el aire.

Daddy's got a gun || TojiSatoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora