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Se mezclaba con la propia oscuridad, vestido de negro como un ángel caído que se llevaba las vidas de los demás.

Apretó los labios, abriendo aquella puerta que, para su mala suerte, chirrió. Se quedó quieto, mirando al bulto de la cama, con el corazón martilleando en sus oídos, volviéndolo sordo durante un instante. El hombre no se despertó.

No admitía que aquel era un buen trabajo, o que era una buena persona —de hecho, nunca se había considerado como tal—, pero aquel tipo de cosas le revolvían el estómago. Se acercó a la cama, portando en uno de sus guantes de cuero negro la hermosa daga árabe. Sus curvas podían matar a cualquiera y la hoja podía destellar en cualquier negrura.

Suspiró en voz baja, sujetando la cabeza del aquel desgraciado con una mano y, con la otra, internó de un golpe certero todo el filo en la sien.

Se le relajaron los músculos al instante. El trabajo ya estaba hecho, ya no tenía por qué sufrir más ansiedad. Aún sabiendo que estaba muerto, le tomó el pulso. No sintió nada.

Sacó la daga y la limpió con un trapo que siempre llevaba encima, volvió a guardarla en el interior de la cazadora negra y salió de la habitación, más tranquilo.

Volvería a casa y dormiría catorce horas seguidas. Aquello sí era vida y placer.

Sin embargo, cuando fue a abrir la puerta principal, unos pequeños pasos lo alertaron. Se dio la vuelta, llevándose una mano a la parte baja de la espalda, sacando instintivamente la pistola, una preciosa Walter PPK que le habían regalado al entrar a su unidad.

—¿Papá?

Y su expresión se descompuso al ver, en la penumbra, a un niño que le miraba con atención. Abrazaba un peluche.

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Palpó los bolsillos laterales de los pantalones de cuero negro, en busca de las llaves de la puerta.

Le temblaban las manos, el cuerpo y los pensamientos. Tenía la mente bloqueada en aquel último momento, en aquella última imagen antes de salir huyendo como un cobarde. Parte de su trabajo consistía en eliminar posibles testigos y lo había incumplido.

Acababa de dejar huérfano a un niño.

Metió la llave en la puerta, apoyándose contra ella como si quisiera atravesarla y la giró un par de veces, llegando a la tercera necesaria para abrirla. No quería, no podía entrar y ver a su hijo durmiendo, con su pequeña sonrisa y los párpados moviéndose ligeramente por algún sueño. Sencillamente no era capaz.

Fue entonces cuando la puerta del final del pasillo se abrió.

—¿Qué haces despierto a las cuatro de la madrugada? —Satoru se asomó al umbral de su puerta, vestido con un chándal gris y una sencilla camiseta verde militar. Una mascarilla hidratante cubría la piel de su rostro.

Toji se quedó mirándolo, sin saber qué decir. Sólo abrió la boca, pero las palabras no salieron de entre sus labios. Debía de tener un aspecto terrible.

—Podría preguntarte lo mismo. —Alcanzó a musitar, viendo aquel gato blanco que se restregaba contra las piernas de su dueño.

Su vecino alzó una ceja, dubitativo. Se acercó a él, poniendo una mano sobre la suya, girando la llave aquella última vez que faltaba para abrir la puerta. Se quedó a su lado, mirándolo de arriba a abajo.

Los pantalones negros que se ajustaban tan bien a su cuerpo, lo delineaban a la perfección, con el detalle de los bolsillos laterales. La cazadora del mismo material, puro cuero oscuro. Siempre había admirado cómo quedaba aquel material en él.

Daddy's got a gun || TojiSatoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora