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Toji Fushiguro sabía reconocer de lejos a un hombre peligroso. Lo delataba su postura, su forma de hablar, sus maliciosos ojos de astuto zorro, el tono de voz limpio y seductor; la actitud demasiado antinatural como para crear un ambiente cómodo.

La mayoría de personas no caían en aquellos pequeños detalles, pero su formación militar y sus distintos trabajos le habían enseñado —por las buenas y por las malas, como delataba la cicatriz que cortaba sus labios— a detectarlos a kilómetros. Incluso por el olor.

Sin embargo, aquel hombre le inquietaba. Su voz le parecía tranquila, sosegada pero al mismo tiempo agradable; la cabeza ligeramente ladeada, observando a su hijo acariciar al animal. No le inspiraba nada en particular y se lo comunicaba todo a la vez. Aquel hombre le daba mal rollo.

Vestido con aquellos vaqueros azules, pulcramente planchados y lisos, que caían por sus largas piernas para acabar más arriba de los tobillos. Lucía una americana desenfadada, negra, sobre una camisa del mismo tono blanco que su pelo y sus cejas. Ocultaba la mirada detrás de unas gafas de cristal negro, como si fuera ciego o sólo quisiera llamar irremediablemente la atención.

—¡Hola, señor Gojō! —Exclamó el niño, levantándose con el gato ya acomodado en sus brazos.

Así que aquel era ese vecino de aspecto genial que nunca, en su más jodida vida, había visto, ni se había cruzado por el pasillo o en el ascensor. Para colmo, hasta donde él sabía, sólo ellos dos vivían en aquel piso, nadie ocupaba la otra puerta.

—Hola, pequeño. —El tal Gojō puso una mano, una maldita mano en la cabeza de su niño para revolverle el pelo, sin dejar de mirarle. —¿Eres el padre de la criatura? Me he mudado hoy mismo, soy Satoru.

El hombre se le acercó y vio a Megumi dándole una mirada de aquellas que le avisaban de que tenía cara de querer matar a alguien. Aquello solía ocurrir con frecuencia, sobre todo en las estúpidas reuniones de padres de la escuela, donde nadie se le acercaba, sospechaba que por aquello mismo.

No le gustaba que tocaran a su pequeña joya. Y encima lo había llamado pequeño.

—Encantado, soy Toji y él es Megumi. —Forzó una sonrisa y le dio la mano, resistiendo el impulso de interrogarlo, de preguntarle descaradamente por qué se había mudado a su misma planta, a su mismo edificio. Y fue lo que hizo, porque si había algo que no conocía eso era la vergüenza. —¿Y por qué has decidido mudarte aquí?

Satoru alzó una ceja, casi divertido por la tensión de sus músculos, que se veía a metros de distancia. El niño revoloteó entre ambos, tratando de atraer atención para que vieran cómo el gato parecía quererle, pues ronroneaba sonoramente, pero ninguno de los adultos estaba demasiado interesado en él.

—Porque me apetecía cambiar de aires. —Respondió el hombre, encogiéndose de hombros. Encima el tipo tenía unos labios finos y pícaros, casi socarrones, que parecían burlarse de él con cada palabra. Podría decirle un te quiero y sonar a cañería rota. —Además, Megumi me ha dado una buena bienvenida, ¿a que sí?

El pequeño Fushiguro tiró como pudo de la manga de su padre, queriendo que le mirara, a él y al animal.

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—Sopla, o te quemarás. —Advirtió el albino, viendo que el niño hacía el amago de beber el té ardiendo.

Té rojo.

Toji no sabía qué clase de psicópata que escondía cadáveres en el armario tomaba té rojo. Por culpa de su hijo había acabado sucumbiendo a la invitación de su nuevo vecino, de pasar a su casa para beber algo y conocerse.

Daddy's got a gun || TojiSatoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora