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—Megumi... —Sollozó, cerrando los ojos con fuerza.

La lluvia se escapó de su cielo, formando pequeños manantiales a lo largo de su rostro. Ríos interminables, que bajaban por sus mejillas y caían, desde su barbilla, a la sábana que agarraba con rabia y dolor.

Se deshizo en hipidos desordenados, sus pulmones pegaban espasmos en su interior. Hiperventilaba con desesperación, escuchando el sonido del respirador funcionar, los pitidos que indicaban los latidos de su tierno corazón.

Ni siquiera podía ver su preciosa cara, cubierta por aquel artefacto horrible. Su nariz rota envuelta en vendas, sus preciosos ojos cerrados, de un enfermizo color morado, hinchados como si estuvieran a punto de estallar.

Y su cabeza. Le faltaba pelo por uno de los laterales, donde desagradables puntos cosidos brillaban con la luz que entraba por la ventana. Tenía una jodida brecha en la cabeza que tanto había besado y mimado.

Quería acariciarle, quería arroparlo y atraerle hacia su pecho. No sabía por dónde podía deslizar los dedos, no había ni un sólo centímetro de su cuerpo que no hubiera estado cubierto en gritos desgarradores.

—Megumi... —Sorbió por la nariz, restregándose la mano contra el rostro, en un intento de limpiarse, de poner algo de orden a su patética expresión.

Se inclinó, sentado en la silla, al lado de la camilla del hospital. Reposó su cabeza en el regazo del chiquillo. Lo peor era que esperaba que, de un momento a otro, una mano jugueteara con su pelo de nieve.

Parecía más pequeño, cubierto en aquel camisón blanco. Podía ver sus clavículas, intuir la forma de sus pequeños hombros. Pensar que tenía un tubo metido por la boca, atravesando su garganta, le daba náuseas.

Estaba destrozado. No tenía ninguna herida mientras que el niño había estado muerto durante cinco escasos segundos. Muerto.

Clínicamente muerto, en la ambulancia, poco después de comenzar a convulsionar por el paro respiratorio. Lo habían reanimado, le habían devuelto a la vida que una vez estuvo a punto de quitarle.

Alzó la cabeza, escuchando la puerta abriéndose. Se levantó de inmediato, mareándose durante un instante por la sangre que había donado.

—Te ves realmente patético. —Ijichi cerró tras de sí y se colocó las gafas.

Quiso saltar a su cuello, destrozarle, arrancarle la respiración. Necesitaba verle bajo tierra. Sin embargo, antes de que pudiera decir nada, el hombre alzó una mano, mandándole callar.

—¿Qué es lo que quieres hacer con toda esta mierda? —Preguntó su compañero, observando al crío y su horrible condición.

—Te odio. —Soltó, sin contestarle. Suspiró, tratando de que las lágrimas no salieran. —¿Que qué quiero? Podrías usar tu estúpido cerebro, Kiyotaka.

Un lamento que no pudo controlar se escapó de entre sus labios, arrojado al aire. El mundo era un lugar horrible, el mundo era una mierda; demasiado corrupto para alguien tan puro como el pequeño Fushiguro.

—Quiero vivir en paz. —Continuó, frotándose el rostro de nuevo, buscando con la mirada algo a lo que abrazar. Estaba roto. —Quiero vivir con mi familia, que Megumi pueda seguir yendo a la escuela y...

Toji.

Quería verle cada mañana al despertar, perdido entre las mantas de su enorme cama, con las piernas enredadas con las suyas. Necesitaba oler su pelo, desnudar su alma frente a su cuerpo; prepararle la cena, ver una película, tumbados en el sofá del salón. Quería recuperar lo que le habían quitado.

Daddy's got a gun || TojiSatoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora