Aferré la manta con fuerza a mi cuerpo, estaba agradecida con que el granjero tuviese piedad y me diese otra manta, porque la mía Frank la había vuelto leña. Tomé mis pantuflas y salí de la cama. Mi pecho subía y bajaba con fuerza, pero no me interesaba nada, ni siquiera la imagen de aquella cosa que se me aparecía en las mejillas, algo me obligaba a salir, ir afuera.
El frío no tuvo piedad al salir, pero la manta era lo suficientemente gruesa como para evitar que muriera ahí mismo. La lluvia salpicaba a todos lados, no importaba que afuera hubiese techo, todo el porche estaba lleno de agua. Pasé por el costado, aún bajo el techo. Al llegar a la vaquera, mis pantuflas ya estaban mojadas en su totalidad y el frío me tenía entumecidos los pies, pero al otro lado estaba él.
Su alta figura se encontraba justo al lado de un gran pino, su hombro recostado contra la madera al igual que su cabeza. No pasé desapercibida, ya que sus ojos se abrieron al instante en que puse un pie fuera del techo de la vaquera. Podía distinguir el color desde ahí, frío, cruel.
—¿Qué haces aquí? —dije casi en un suspiro, como si hubiese corrido un maratón.
Sev enfocó su vista en mis pantuflas mojadas, unas viejas que me había regalado la abuela para mi cumpleaños número catorce.
—Debería ser yo el que hace la pregunta. —respondió. Temblé ante el tono de su voz, grueso y rasposo, como si se hubiese levantado apenas. —¿Qué haces fuera de la cama en la madrugada?
Parpadeé varias veces un poco confundida. No tenía razón para haber salido, mucho menos para querer morir en aquel lugar por el frío o por él. Pero la necesidad me había llamado, descontroladas ganas de salir y venir justo aquí.
—No podía dormir. —dije a la final.
Sev ni siquiera parpadeó, ni cambió su postura a una que se viese más cómoda.
—Vuelve a la cama. —ordenó. Sus ojos estaban de nuevo cerrados, como si nuestra conversación ya hubiese acabado.
—¿Por qué?
Sus ojos se dilataron al abrirlos. Me observó con el ceño fruncido, repasando sus labios con su lengua.
—No sabía que eras masoquista hasta ese grado. —se burló.
Di un paso atrás, intentando comprender sus palabras y que no me hirieran al mismo tiempo. Algo en su tono fue tan punzante que no pude evitar sentirme herida.
—No soy masoquista.
Sev sonrío, una sonrisa de lobo, perturbadora en aquella oscuridad. Di otro paso lejos.
—Te vi con tus padres, Amelia. Con tu hermano, ahora aquí conmigo y con Rahmij. —dijo suave, sin dejar su tono burlón. —Deberías entender de una vez que no te quieren.
Mis labios comenzaron a temblar, tanto o peor que el temblor de mi cuerpo y no, no era por el frío. Lo observé dolida, mordiendo con fuerza mi labio inferior para que dejara de temblar, así como forzar a mis ojos a tragar cada lagrima.
—Al parecer somos iguales, entonces. —dije, orgullosa de que mi voz saliera más fuerte y segura de lo que pensaba. —Sarah tampoco te quiere, por eso se fue. Deberías entender de una vez que no te quiere.
Sus ojos se volvieron de profundo color, casi negro. Llenos de ira. Di un paso en mi dirección, pero sus ojos captaron algo detrás de mi, de la misma forma que logré captar ese nuevo y extraño olor.
Giré para ver de quién se trababa, ¿por qué ese olor si podía captarlo sobre el olor de la tierra mojada y la popó de vaca y no el olor de Sev?
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Pacto con el diablo
Ficción GeneralAmelee toda su vida tuvo problemas con sus padres, peleas, gritos, abusos, amenazas. Ella ya estaba cansada, solo quería salir de ese terrible mundo del que estaba enfrascada, pero no sabía exactamente quién estaba escuchando sus plegarias. Cuando e...