⊰CAPÍTULO 34⊱

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Golpeé varias veces el lapicero contra mi libreta. Las clases habían vuelto, estaba de nuevo en mi casa con la tía Sofie, ahora pisando mis talones por cualquier lugar al que fuera, solo para asegurarse que no me desmayara o me diese otro ataque. Según ambas señoras, lo que me ocurría debía ser causado por la presión baja. Mi tía Sofie estudió hace más de cuarenta años solo dos años de enfermería y ya se creía una doctora, por lo que confiaba más en las palabras sabías de mi otra tía, quién sí era doctora.

Apenas eran las dos de la tarde, el gran reloj de la biblioteca lo marcaba puntual. El día de hoy estaba libre de adolescentes acalorados, puede que el que estuviese un loco por ahí matando a gente los hubiese espantado un poco, gracias a Dios.

Desde ahí escuchaba el carrito de metal, PJ había dicho que debía organizar demasiadas secciones en el último piso. Daniela no tuvo piedad cuando él llegó a trabajar ese día, dejándole una larga lista de cosas que debía hacer.

Pensar esto me encasillaría de una vez en una pésima novia, pero me encantaba saber que no lo tendría cerca en las próximas tres horas. Estos últimos dos días había estado especialmente demasiado irritante, peor de lo que se pusieron mis familiares al ver lo trasquilada que estaba.

Recuerdo ver la expresión de horror de mi tía, la única que no me había antes de despertar la segunda vez. Lo primero que dijo fue que si había guardado al menos el cabello para venderlo, luego me regañó por alocarme en la noche.

—Ya entiendo por qué despertaste toda horrorizada. —había dicho. —Capaz viste por primera vez el desastre que te hiciste en la noche. —hizo una ligera pausa, en la que aprovechó para tirar de mi cabello, un silencioso regaño. Se desquitaba porque me había "dañado" el cabello y ella tuvo que arreglarlo. —¡¿Acaso lo hiciste con la luz apagada o qué?!

Mi excusa a ello fue: se me pegó un chicle. Sencillo, creíble, perfecto. La abuela se horrorizó tanto que ni siquiera preguntó de dónde había sacado el chicle, ni de cómo terminó pegado a mi cabello y yo con tijeras en la mano.

Era mejor que creyeran eso y que me regañaran por eso que a decirles la verdad. Por supuesto que no me creerían, pero sí le darían una vuelta al asunto y pensarían que se trató de algún mafioso que me robó a media noche. Claro, un mafioso que luego se cansó de mí y me devolvió a las pocas horas.

Suspiré.

Había traído mi cuaderno de notas, el que estaba lleno de todas las posibles conspiraciones, historias y pistas. También había hecho líneas de tiempo, de lugares en los que estuve, más las cosas que fueron pasando desde entonces. Había una con la línea de tiempo del día que Sarah desapareció, pero estaba escueta. No sabía ni el comienzo, ni desarrollo de ese día, solo el final.

Nunca antes alguien me había contado una historia desde su final y luego pedido que yo adivinara el principio. Pero aquí yo no necesitaba saber el principio ni el desarrollo, necesitaba ver el final, cada cosa que surgió después del final.

El primero: Sarah desapareció.

Miré de nuevo la línea que tenía trazada. Tenía escrito el número cincuenta y luego el dieciocho y medio, el tiempo total que llevaba desaparecida. La fecha de mi nacimiento estaba marcada en esa línea, el mismo día del cumpleaños de Sarah. Pero ella no desapareció ese día.

Paré todo por un instante. Mi cerebro puso una gigante luz roja para detener cada cosa que estuviese en mi cabeza, hasta a la imagen del helado que tenía ratos con ganas de comer.

No sabía la fecha en que ella desapareció. Tenía millones de fechas anotadas en mi libreta, pero ninguna de ellas le correspondía al día que desapareció.

Pacto con el diabloDonde viven las historias. Descúbrelo ahora