Valentín

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–¿Soy el primero en entrar? –pregunto.

       Un chico joven de brazos fornidos es el encargado de que mi entrada a la casa salga a la perfección. Mario creo que se llama.

       –No. No eres el primero –me dice bajito.

       –¿Soy el último?

       –No te puedo decir nada, lo tengo prohibido. Tú espera a que te de la señal.

       ¿La señal? Lo único que quiero que me de este chico es un buen meneo y que luego me saque de aquí. ¡Dichosa apuesta que perdí! Yo debería estar ahora en casa con un maromo como Mario, que estuviese esperándome en la cama con un tanga de leopardo, y no aquí, muerto de los nervios.

       –Pero, ¿no ves que estoy temblando como un flan? Dime algo, que no puedo más con esta incertidumbre– le suplico con las manos juntas.

       El chico me mira de reojo e intenta no reírse. Es mariquita, lo tengo claro.

       –Por favor...

       Pero Mario se pone a hablar con alguien por el walkie y cierra la puerta en mis narices. Ya estoy acostumbrado a esto, no es el primer chico que me lo hace.

       Me encuentro mal, y pienso que no debería estar aquí. Todo ha ocurrido demasiado rápido desde que vimos aquel anuncio de La Casa del Lobo en televisión. Fue hace poco, una noche de copas con mis cuatro amigas del alma. Íbamos ya con el puntillo pillado, cuando una de ellas nos retó: <<El primero que se arruine jugando al Monopoly, se presenta a ese reality nuevo>>. Y nos pareció muy gracioso todo, claro, una idea genial. Yo pensé que, luego, perdiese quien perdiese, las probabilidades de ser escogido por el programa serían casi nulas, así que, no había nada que perder. Pero estaba equivocado.

       Efectivamente, perdí yo. Quise ir de guay comprando todas las calles del juego, incluso las más cutres que no sirven para nada. Solo quería que todas las casillas fuesen mías, y se me aplicó aquello de <<la avaricia rompe el saco>>. Esa noche lo único que me preocupaba era que mi copa estuviese llena. Y así me fue; bancarrota en menos que canta un gallo.

       Luego, entre risas, y con la ayuda de mi amiga Marisa (que era la más sobria de los cinco), rellené el formulario de participación que venía en la web. No recuerdo bien lo que puse, pero seguro que algo gracioso nos inventamos con el cachondeo que llevábamos. Me hice un selfie con ellas, con un ojo mirando para cada lado y la lengua fuera, y esa fue la foto que mandé para mi candidatura.

       Y ahora estoy aquí, siendo un concursante más de este nuevo concurso que tanto me aterra y me atrae, a partes iguales. El hecho de tener que matar, en el caso de tener que ser Lobo, no me mola nada. Así que, espero no serlo. Prefiero esconderme y observar los movimientos de cada uno, creo que eso se me daría bien, como buena maruja que soy. Pero, sin duda, lo que más me fascina, es el fabuloso premio económico que hay para el ganador. Necesito llevármelo, y sé que puedo conseguirlo.

       –Valentín ya está prevenido –oigo decir al chico guapo detrás de la puerta. Su voz es inconfundible.

       Abre y lo veo por última vez antes de entrar a la casa.

       –Are you ready? –dice guiñándome un ojo.

       ¿Está ligando conmigo? Pues a buenas horas.

       –Mira, a mi no me hables en inglés que no entiendo nada, eso lo primero. Y lo segundo; no me guiñes un ojo ahora, cabrón. Sé valiente y cógeme con esos enormes brazos que tienes para sacarme de aquí, como si fueses Popeye y yo tu Olivia. Hagamos como que no ha pasado nada y fuguémonos a París. Tú y yo... –me quedo sin respiración con toda la emoción que le estoy poniendo– Piénsalo.

La Casa del LoboDonde viven las historias. Descúbrelo ahora