La familia del margrave

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Los hijos de la realeza y de la nobleza, también disfrutaban de las grandes celebraciones. Su interacción era mediada en su gran mayoría por ayos y ayas en lo que respectaba a los protocolos de presentaciones entre caballeros y damas de real alcurnia. Los chaperones y chaperonas por su parte, debían salvaguardar el honor y la honra de los jóvenes casaderos.

Arrinconada en una banca de madera, una moza rubia de doce años, llevaba la tristeza grabada en sus intensos ojos azules. Ella no tenía el problema del cortejo, nadie se le acercaba por las cicatrices que tenía en el rostro.

Desde la gran tragedia ocurrida a los Principados de Rus de Kiev, no sólo las invasiones de los tártaros acabaron con la realeza rusa, sino también la temida plaga de Justiniano que traían consigo.

Agniya de Brandeburgo, hija adrogada del margrave Jóbst, era de las pocas sobrevivientes a la terrible enfermedad y en más de una ocasión hubiera deseado sucumbir al igual que su hermano mayor, Rógvolod. Desde entonces la tristeza y la soledad tiñeron su vida con el más cruel abandono al que a alguien podían someter.

Todos disfrutaban de la opulencia del festejo, a excepción de ella. Su mirada anhelante se dirigió hacia la gran sala de baile, en la que se encontraba su madre cuchicheando sin cesar con su gran compinche, la duquesa Darigna de Spoleto.

Las constantes burlas del resto de nobles, la hicieron cubrirse con las manos su marca más notable, junto a su afilada nariz. Esas huellas imborrables serían por siempre el recordatorio de la llegada de los demonios de Mongolia a sus tierras.

Agneska todavía conservaba recuerdos de los Monómaco y los Heraldekev, las grandes casas dinásticas rusas de las que era descendiente; sus risas todavía llegaban como un eco lejano que le partía el corazón.

Si cerraba los ojos aún se alcanzaban a perfilar los rasgos de Sviatoslav y Sviatopolk desdibujando sus memorias. Ni siquiera la barbarie entre la que murieron, podrían arrancar la belleza de sus rostros.

***

Los músicos amenizaban el ambiente para acompañar a los trovadores. Por primera vez quizá, en la historia de los bailes de boda, los invitados tomaron la iniciativa, bailando al compás de los instrumentos y las palmas de los invitados.

Herre Rikard intentaba persuadir en vano a Elrich para que se uniera a la alegría colectiva, hasta que sus ojos tristes hallaron un guiño de complicidad en unas homólogas esmeraldas que lo incitaron a moverse. Llevado casi por un hechizo, el novio se levantó del asiento y de la mano blanca de una hermosa dama rubia con un tocado de diadema puesto sobre sus sienes, el rey de Svealand se unió al baile sin dejar de mirarla. Un casto velo blanco caía de forma osada sobre el hombro de la lady que, gustosa disfrutaba de su compañía, pavoneándose frente a él.

Henrik de Pomerania observaba absorto el influjo que aquella mujer letal provocaba en los hombres, tal como Leyra lo hacía; así que, después de todo, quizá la esposa del margrave no estaba tan loca como él pensaba, y la futura reina de Svealand y ella sí tenían algún parentesco.

Repasó su vista una y otra vez por lo ancho de los vestíbulos, hasta que divisó a Leyra, saliendo a hurtadillas de la antesala del salón principal con una gran sonrisa plasmada en el rostro.

- ¿Y bien? -La aparición de Henrik atrás de ella, la hizo pegar un pequeño brinco.

-Casi me paraliza el corazón de un susto, primo. -reclamó dándole un ligero golpe en el brazo.

- ¿No será el reclamo de su conciencia, Leyra de Denmark? -inquirió con un tinte de misterio y malsana curiosidad.

La aludida apenas arqueó la boca con una expresión triunfal. Carlos "El Hermoso" ya se había incorporado a las filas del baile, dedicándole un gesto de complicidad que sólo ella podía entender.

CORAZONES DE HIELO: La reina sin amorDonde viven las historias. Descúbrelo ahora