Lealtades difusas

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Castillo de København
Verano de 1317

Gritos infantiles se colaron a través de la estrecha ventana de coloridas vidrieras, enmarcadas en arcos ojivales. Niños de no más de seis años, corrían en los jardines del castillo, supervisados por jóvenes doncellas.

La princesa se vio atrapada en la escena, no podía huir de sus risas, ni de sus voces, ni de la historia que a ratos nublaba su presente.

— ¡Vinter! —Llamó a gritos una pequeña niña de largos cabellos oscuros, cayéndole la mitad por la espalda, mientras la otra estaba tejida en una trenza que nacía de sus sienes; el aludido hizo caso omiso.

Un pequeñuelo de tez pálida y mechas rebeldes del color de la nieve, le caían desordenadas por la frente. Estaba de espaldas con el ceño fruncido y los brazos cruzados.

—Vinter —insistió la criatura de seis años abrazando una pequeña muñeca de trapo empapada de lágrimas—, ¿no irás a escuchar los cuentos de la aya Sophia?

—Son sólo eso, su Alteza, cuentos. —replicó el niño de diez años, mirando hacia el suelo con ojos llorosos.

—Son verdad. Tú serás como San Jorge blandiendo tu espada y me salvarás del dragón malo Esvolav y entonces...

— ¡No somos el caballero y la princesa! —vociferó volteando a verla, sobresaltando a la niña, quien lo miraba asustada—. Es decir, usted sí es una princesa, pero su caballero es el quinto príncipe Sviatoslav Vladimirovich Heraldekev, del reino de Rutenia. —murmuró, regresando su vista al suelo.

—Pero yo no lo quiero ¡Es tan feo como un dragón! —rebatió—. Debes salvarme de él, Vin. Por favor. —insistió halándolo del sayo.

—Usted es una princesa y su deber es casarse con un príncipe de verdad, no con un pobre aprendiz de escudero. —Languideció su voz y una gruesa lágrima rodó por su mejilla.

— ¿Qué estás haciendo, Astrid? —bramó una voz femenina capaz de hacer temblar la tierra y a ambos niños—. Una dama jamás se rebaja por el amor de un caballero y menos uno de tan pobre cuna, como el hijo de herr von Trier —La asió por el brazo con los ojos centelleantes de furia— ¿Lo has entendido, Astrid Margarita? —La mujer zarandeó con fuerza a la princesa, entretanto ella apretaba los labios, intentando contener sin éxito su llanto— ¡Y no llores! Las lágrimas son para gente débil. Hasta ese mozuelo —señaló a Vinter con ademán despectivo—, conoce su lugar y tú, ¡¿sabes cuál es el tuyo?!

—Sí, madre. —Agachó la cara, viendo sus zapatos.

— ¿Sí qué? —La tomó por el mentón deformándole los pómulos por un instante.

—Sí, reina Estrid ¡Entendí cuál es mi lugar! —dijo casi gritando, al zafarse de su agarre con sutileza.

La joven dio tres lentos parpadeos y los hijos de los nobles aparecieron de nuevo en el patio. Enfocó su vista que comenzaba a perderse en las almenas del castillo, como si quisiera traspasarlas con la mirada y poder ver más allá.

Se preguntó qué harían sus súbditos en ese momento, imaginando lo felices que eran sus vidas, sin tener que casarse con alguien que no amaban. ¿Tendrían alguna opinión de su matrimonio o les daba lo mismo?

¿Desearían que ella fuera feliz?

Debían de hacerlo, después de que ella se ocupara de proveerlos de leña para que ningún danés padeciera frío en invierno ni en época de lluvia.

Y no descansaría hasta devolverles a los comerciantes los mercados de Denmark, probando al reino entero que podía ser mejor gobernante que su padre.

CORAZONES DE HIELO: La reina sin amorDonde viven las historias. Descúbrelo ahora