Juicio y condena

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Las malas lenguas le auguraban la muerte; los nobles de Svealand serían ejecutados según lo que Ulrik escuchó y luego le dijo.

En su deplorable estado, Gavrel no pensaba en sus camaradas; quienes participaron de la masacre buscaban el botín, no lo hicieron por lealtad; ni siquiera Orm, que se hacía llamar su "amigo".

Gavrel Tennorgvo no tenía amigos, con él las relaciones eran todo o nada, y el "todo" estaba muerto. Extrañaba a Sviatopolk Monómaco, sí, pero no tenía la intención de reunirse tan pronto con el príncipe ruso en Helheim. Él era el elegido de los dioses, no podía rendirse.

Si la Loba de Francia sacrificó a sus soldados y a un embajador con una mano en la cintura, bien él podía hacer lo mismo con los mercenarios que le acompañaron en su macabra aventura.

La orden fue acatada y según los deseos de Isabel, los ingleses e ingenuos franceses que formaron parte de la guardia de los embajadores, se convirtieron en un sacrificio necesario para hacer prosperar el plan de la inglesa. Si lo pensaba fríamente, él sufriría el mismo destino y ni La loba ni Roberto de Artois lo ayudarían.

El gruñido de su estómago le recordó el pan duro que se había terminado y el trago de cerveza incapaz de mitigar su sed. Los músculos de los brazos se le agarrotaron de tanto permanecer en cruz, suspendidos por gruesas cadenas de hierro prendidas a sus muñecas con grilletes oxidados.

La noción de tiempo le era confusa; encerrado en esa porqueriza por dónde apenas penetraba un incipiente rayo de luz, no podía distinguir si era del sol o la luna.

¡Maldita Astrid de Denmark! ¡Mil veces maldita! Podría quebrar su cuerpo pero no su espíritu bendecido por Óðinn.

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Mirar en él era abandonar sus ojos a un profundo vacío carente de alma. Nada reflejaba, sólo una oscuridad densa y abrasadora en aquellos ojos grises dónde poco se distinguía el iris de la pupila, dándole un aspecto siniestro, el cual solía acompañar de una sonrisa retorcida como una perpetua mueca.

Mas no le temía. Era incómodo de ver, incluso le causaba repulsión, pero jamás temor.

—Hermosa noche la de hoy, lástima que no podáis apreciarla desde aquí. —musitó Leyra con voz alegre y cantarina, luego de que los guardias le abrieran la puerta de la mazmorra y ella se posicionara frente a él.

— ¡Maldita ramera del demonio! ¿Habéis venido a burlaros?

—Pero, ¿por qué me insultáis? ¿Acaso no matastéis a vuestra esposa para que yo pudiera ser vuestra reina? Pues ¡Enhorabuena! vuestros buenos deseos al fin se han hecho realidad. Sólo que no cómo vuestra esposa sino como cuñada; una pena, para vos por supuesto, porque yo estoy gozando de las mieles del matrimonio con mi marido. —enfatizó lo último para provocarlo.

— ¡Liberádme de estás malditas cadenas, Astrid de Denmark y os demostraré lo que es un hombre de verdad, no como el pusilánime de mi hermano que no sabe la clase de víbora que tiene en el lecho.

— ¿Os llamáis hombre de verdad cuando pretendíais robar mi virtud aquella noche como un vulgar bellaco? —escupió con desprecio—. Tomádme aquí mismo si tan hombre os creéis.

Gavrel sacudió los grilletes de sus manos con furia.

—Cuidado, niña mía. No juguéis con fuego porque podéis quemaros.

—Lleváis razón. Me cuidaré del fuego, pero no de una insignificante flama que si soplo —Se paró de puntillas soplándole a la cara—, se apaga.

— ¡¿Creéis que estoy jugando?!

—Por favor, Gavrel conozco a los de vuestra calaña. ¿Pensáis que os temo? Lástima es lo que me inspiráis.

CORAZONES DE HIELO: La reina sin amorDonde viven las historias. Descúbrelo ahora