Prólogo

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Orillas del Desierto Gobi

Imperio Mongol, Otoño de 1345

La más cruenta de las cruzadas se había llevado a cabo, barriendo con aquellos hombres pacíficos y el karma se devolvió a los impíos soldados en forma de peste, expandiéndose con mortífera rapidez por Europa.

No podía evitar sentirse parte de aquella plaga, teniendo como maldición aniquilar todo lo que amaba. Sin importar el camino que tomara: el egoísmo o la compasión, su simple presencia era letal, aun como estaba, reducida a nada.

Una capa de gélido sudor cubría su cuerpo, resaltando las manchas oscuras que poblaban su piel pintada de una palidez mortal. Dentro de sí, un calor abrasador calcinaba sus venas con una furia apenas menor que el recuerdo del único hombre al que amó y cuyo devastador sentimiento, terminó por destruirlos.

Entreabrió los ojos detallando en la mujer menuda, que le empapaba la frente con paños húmedos, pero de nada servía. Su piel absorbía las gotas al contacto, engulléndolas como la más árida arena de los desiertos.

Su gran amiga no cesaba en sus intentos, diligente y servicial como siempre era, no quería aceptar que la muerte ya le había ganado la partida días atrás.

Hubiera querido no dejarla, ni a los monjes, ni a las divinas criaturas convertidas en un hombre imponente y compasivo como lo había sido su padre; ni a la doncella amable y bondadosa, que le recordaba lo que ella misma pudo ser, de no haberse helado su corazón, conviertiéndose en la reina sin amor.

Después de una larga agonía, la existencia se iba desprendiendo de su cuerpo físico, flotando más allá de las maderas y pajas que le sirvieron de lecho. No sentía miedo alguno, nunca le tuvo miedo a la muerte. Si en su juventud fue por fanfarronería, en el ocaso de su vida ya tenía el conocimiento necesario para afrontar ese momento.

El sereno canto de su maestro resonó por cada resquicio de su ser, igual que el tañido de una cítara, reverberando en el vacío contenido de su forma física.

Una luz cegadora lo llenó todo, un azul limpio la fue envolviendo en indescriptible calidez, capturando su esencia en un latido. Ella misma se convirtió en un palpitar incesante, golpeando una delgada pared de carne y huesos.

Pinceladas de realidad y ensueño fueron desdibujando unos aposentos sombríos, trastocando la promesa de iluminación en una amarga incertidumbre que le resultaba muy familiar, aguardando el momento de su gran acto.

La misma mozuela, el mismo brial del color del firmamento ceñido a sus formas y los anhelos que se aferraban a ella con todo el filo de sus garras, conformaban aquel escenario, dando inicio al ciclo sin fin.

El momento de su muerte resultó en rotundo fracaso para su liberación.

CORAZONES DE HIELO: La reina sin amorDonde viven las historias. Descúbrelo ahora