(7) El Museo del Universo

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Aleksandar vio que Venecia estaba a punto de decirle algo justo cuando un intenso dolor dominó a su columna vertebral. Soltó un alarido ruidoso inevitablemente. El ardor más fuerte que sintió en su existencia se apoderó tanto de él que ella tuvo que sostenerlo para que no cayera. Durante su carrera intentaron apuñarlo, quemarlo e incluso había recibido un balazo, sin embargo, ninguno de aquellos incidentes se comparaba a la agonía de ese momento. El sabueso infernal grabó las huellas de sus garras en la espalda del detective.

La sangre brotó de sus heridas a mares, manchando su camisa inmaculada y el suelo. Rezó con la intención de que la bestia lo devorara con rapidez y piedad. Tardó unos cinco segundos en darse cuenta de que ya no lo oía.

Aun en los brazos del ángel, volteó y vio a Juriel, cubierto de un líquido negro y pegajoso que apestaba metal mezclado con otras inmundicias, sujetando al perro del hocico sin interesarle que sus dientes se le clavaran en sus palmas previo a partirlo en dos como si fuera una nuez. El sonido de los huesos crujir al romperse y la carne interna desgarrarse le causó un escalofrío en el cuerpo o quizá fuera por los zarpazos que recibió.

El cadáver de la bestia permaneció inerte entre medio de la gente. El gentío los observaba indirectamente, igual que alguien que busca algo a la lejanía y no lo localizaba con facilidad. Le adjudicó el fenómeno a la rubia, quien seguro puso un glamour para ocultarlos del escrutinio público.

―¿Estás bien? ―quiso averiguar ella.

El príncipe infernal se aproximó a ellos, jadeante.

―Un poco adolorido, pero me curaré pronto. Vayamos al museo.

―Yo estoy muriendo. Gracias por preguntar ―masculló Aleksandar, mareado.

No necesitó ni pestañear, se teletransportaron al instante. Aparecieron en la sala del apartamento de Venecia. Lucía diferente al estar libre de demonios e iluminada con lámparas regulares; más hogareña. Arrastraron a Aleksandar hasta uno de los sofás. Pavel y Amaranta salieron de la cocina a su encuentro. Su amigo fantasmal corrió con una desesperación mayor.

Venecia le hizo pedazos la camisa y se la quitó para facilitar todo. Él se lo permitió.

―Esto no es como imaginé que sería ―comentó ella, sentándose detrás de Aleksandar, quien no tenía fuerzas para evitar reírse―. Te reíste. Oh, debes estar tan mal. ¿Te duele?

―Como un infierno ―confesó Aleksandar.

―Oye, el Infierno puede ser muy divertido ―se quejó Jure.

―¿Qué sucedió? ―preguntó Pavel, interponiéndose entre el herido y el demonio.

―Nos engañaron. No había nadie y nos atacaron las mascotas de Belfegor ―farfulló Jure, molesto, y se suavizó en cuanto se dirigió a la rubia―. Déjame que te ayude.

―¿Y tus heridas?

―Ya sanaron ―aseguró, pero todavía brotaba sangre de sus manos.

―Yo voy a acelerar tu proceso de curación mientras tú lo sanas ―ideó Venecia y Jure asintió―. Vas a sentir algo de frío.

Los tres se acomodaron.

―Vas a sentir algo de calor ―le susurró Jure a Aleksandar en el oído al mismo tiempo.

Quiso cuestionar su advertencia. No tuvo tiempo. Resultó que no se trataba de una ligera brisa, se parecía a visitar la Antártida a la intemperie. La sensación de congelarse lo tomó por completo. Cerró su puño alrededor del borde del sillón. Sin alternativa alguna, aguantó el efecto secundario de ser curado. Le adormeció la zona y en menos de un minuto su congoja lo abandonó.

Doncella de los DiosesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora