La oscuridad asentó su reinado en el cielo. Las pocas luces que se resistían parpadeaban y su líder blanquecina, la luna, se mantenía brillante en medio de sus firmamentos. Las calles se infestaron de sus soldados y festejadores viajando a pie mientras los muertos se transportaban en las sombras libres de esperanza. Venecia vio desde su balcón como Aleksandar y Pavel desertaron de sus filas y se introdujeron en el interior de la residencia del ángel caído que frecuentaban en los momentos que gobernaba el sol. Una sonrisa demoníaca se dibujó en su rostro angelical, satisfecha con la llegada de sus acompañantes en la noche de pecados y matanza que se avecinaba.
Lo había esperado con una ansiedad loca. Él se presentaba a sí mismo como un ente íntegro y casto, y ella exudaba corrupción y todo lo sicalíptico. Por eso, esa madrugada sería la ocasión perfecta para atraerlo al lado oscuro.
Se metió de presto al interior y un par de luces estroboscópicas brillando de un tono rojo infernal junto con los seres más salvajes de las Cuatro Ciudades le dieron la bienvenida. Arrojó el cigarrillo que dejó a medias en el trago de vodka polaco de un demonio larvado que deambulaba despistado. Su decoración hogareña había desaparecido durante el mediodía con el propósito de crear el clima adecuado. Puso más de un glamour para evitar que intrusos allanaran su habitación o la de Amaranta. Trajo los mil y un tipos de alcohol que existían, invitó a su distribuidor de drogas sobrenaturales de confianza y no se olvidó de contratar al nefilim que más conocía de música. No dejó ni un detalle a la suerte.
Atravesó la muchedumbre de demonios bailando al ritmo de las últimas canciones salidas de la Ciudad Infernal y se detuvo súbitamente.
Dudó.
Quizá su mente le jugó una mala pasada y las adicciones mortales que consumía por fin hacían efecto o de verdad ocurría.
La vio parada en medio del desorden y la diversión. Estaba con sus dos alas de plumas blanquecinas brotando de su espalda y tocando el piso de lo largas y poderosas que podían ser desplegadas, los ojos grises como nubes tormentosas tornadas en un intenso carmín al estar enfocadas en ella, el pelo del color del chocolate peinado a la perfección, y su cuerpo celestial vestido con un traje blanco impoluto.
Vio a Mihael.
De poseer un corazón, este se le habría detenido al instante. La sangre de su anatomía subió de golpe. El labio inferior le tembló. Las extremidades se le aflojaron. Sus párpados no se cerraron, temiendo que fuera una alucinación. Un nudo del tamaño de un planeta se le formó en la garganta. La respiración se ralentizó. Venecia estaba sintiendo lo que los humanos llaman un desmayo.
Fue lo último que alcanzó a apreciar antes de caer inconsciente.
Sin la capacidad de percatarse cuánto tiempo transcurrió, recobró sus sentidos. Amaranta la contemplaba preocupada. Jure se ubicaba a su lado. Detrás de ellos, aguardaban el detective y su mejor amigo. En el fondo, el eco de la fiesta continuaba sin retrasos. A pocos le interesaba el bienestar de la anfitriona, lo importante siempre sería el disfrute.
―¡Gracias al Infierno! ―exclamó el demonio más cercano.
A paso lento, consiguió levantarse del taburete de la cocina. Su instinto la hizo intentar localizar al causante de su caída con la mirada. No tuvo éxito.
―¿Dónde está? ―le preguntó al grupo.
―¿Qué, Vennu? ―consultó Jure, apoyando las palmas en la cintura de Venecia, como si temiera que se desmoronaba otra vez.
Entonces, entendió el escenario en el que la plantaron. Los ángeles elegían ante quién mostrarse y Mihael la maldijo con su presencia exclusivamente a ella.
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Doncella de los Dioses
ParanormaalAleksandar, un detective capaz de ver fantasmas, investiga una serie de asesinatos peculiares que lo arrastran hasta Venecia, quien ahora es la excéntrica dueña de un museo sobrenatural en el que las exhibiciones son entregadas por cualquier persona...