Aleksandar y Venecia transitaron varias cuadras en un silencio que no le resultaba incómodo a él sin explicación alguna.
El frío que acechaba en las calles de la Ciudad Baja le adormecía las extremidades. Bajó las mangas de su camisa y se frotó las manos en busca de generar calor. La temperatura había descendido drásticamente desde la última vez que había salido de la comisaría antes del incidente, por lo que no trajo un abrigo, ni siquiera un saco.
A ese paso pescaría un resfriado, lo que no podía permitirse con la pila de trabajo que le aguardaba, y, aun así, iba directo hacia una heladería. Como predijo, perdió la cordura.
El sol se abría paso a través de las nubes grises. Un grupo escaso de transeúntes andaba de aquí para allá, ignorando el hecho de que un ángel también lo hacía, y de pensar que él fue uno de ellos, sufrió un escalofrío, o quizá fue por el clima. Las dos hipótesis contaban como correctas.
―¿Qué tan lejos está ese lugar?
―Bueno, está en otro plano, así que bastante ―respondió la rubia que caminaba a la par suyo―. Mentí, despreocúpate.
No pudo evitar resoplar. En definitiva, se enfermaría. Pretendía plantear la opción de dejar su charla para más tarde justo cuando percibió el peso del abrigo de Venecia sobre sus hombros y se detuvo al igual que ella. El calor natural de su cuerpo lo envolvió. Quizá no tendría gripe.
―¿Por qué me lo das?
―Se nota que te estás congelando y he visto cientos de veces que hacen esto en los dramas. Valía la pena intentarlo.
―¿Y tú?
―Yo estoy muy caliente ―aseguró ella con naturalidad.
―¿O sea que no tienes frío?
―No te preocupes. No puedo enfermarme, incluso si lo intentara ―se encogió de hombros―. Si no quieres ir a pie, existe una segunda opción.
―¿Cuál? ―indagó, arrugando la frente.
―Esta ―dijo previo a agarrarle la mano.
Lo único que Aleksandar pudo descifrar de lo que pasó fue que literalmente de un parpadeo a otro pasó de estar frente a una tienda de zapatos de lujo a pisar la acera de un viejo vecindario. De no ser por las fuertes oleadas de mareo que lo azotaban, se habría fijado más en ello.
Experimentaba una sensación semejante a ser un muñequito que había sido capturado por un gigante y abandonado allí tras volar por los aires. De tantas vueltas que la cabeza le daba, tuvo que apoyarse en la pared de cemento. Las ganas de vomitar tampoco lo dejaban tranquilo.
―Avísame la próxima vez que vayas a hacer eso ―soltó, malhumorado, ya que sus náuseas superaban cualquier nivel antes visto y vivido por él.
Venecia se quitó una hoja seca que se le había adherido a su suéter color lavanda de manera casual y se inclinó en su dirección. Se veía de maravilla mientras él se esforzaba por no escupir sus entrañas.
―¿En la escala del uno al diez qué tan mal te sientes?
―Como un billón.
―Suele pasar. La primera vez es una mierda. Dame las manos.
―Ni en tus sueños. ―Aleksandar las escondió detrás de su espalda.
―No seas un bebé ―insistió, tratando de agarrárselas.
―No soy un bebé, soy un hombre de veintisiete años ―se defendió con palabras y con los codos debido a que ella puso los dedos en sus músculos oblicuos.
ESTÁS LEYENDO
Doncella de los Dioses
ParanormalAleksandar, un detective capaz de ver fantasmas, investiga una serie de asesinatos peculiares que lo arrastran hasta Venecia, quien ahora es la excéntrica dueña de un museo sobrenatural en el que las exhibiciones son entregadas por cualquier persona...