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Viernes. Cuatro en punto de la tarde. Fin de las clases.

Tomé una bocanada de aire mientras me disponía a ordenar mi bolso desgastado. Lo deslicé por mi cuello y pecho quedando de esta forma cruzado por todo mi cuerpo. 

El día está nublado, unas inmensas nubes esponjosas de color gris cubren el cielo, un aire gélido remueve las hojas en el pavimento, todo el pack con matices de melancolía en el ambiente, sólo faltan los audífonos con música de señora para un mejor panorama. 

— No se vayan a olvidar del ensayo para el lunes a primera hora... mocosos inútiles. 

 Mi maestro de historia universal, Derek Sanders, un hombre canoso y de baja estatura refunfuñaba mientras empacaba sus cosas, susurrándose a sí mismo tantos halagos hacia nosotros que hasta juré que me sonrojé con tales bellas palabras.

Que se note mi sarcasmo

Seguro no le dieron anoche y por eso la cara larga.

Un par de chicos bufaron en el fondo, otros más rebeldes pasaban a su lado mirándolo con mala cara e incluso devolviendo el insulto directamente, y luego estaban a los que les interesa un culo todo, como yo.

Me encaminé hasta la salida, los bancos estaban totalmente rayados, las sillas con la madera despedazada y los muros del salón totalmente sucios. Desventajas de una escuela pública y de bajo reconocimiento académico; ni su propia comunidad docente se preocupaba por destacar, siquiera por imagen.

Afuera del salón, el pasillo estaba repleto de adolescentes de mi edad despojando sus pertenencias de sus casilleros, otros obstruyendo el paso mientras charlaban animadamente, una que otra pareja haciéndose un examen bucal con la lengua, en fin, un aire típico de preparatoria.

Movilicé entonces mis zapatillas desgastadas doblando el final del pasillo, pero un fuerte golpe en mi hombro derecho me hizo tropezar y casi caer de trasero al piso.

— Pedazo de idiota —mascullé—. ¿Acaso no puedes pasar de aquel lado despejado? — escupí furiosa dándome la vuelta y encontrándome con un par de ojos verdes. 

Un cuerpo alto y más flaco que un fideo me miraba desde arriba, ojos menta y rizos cayendo por sus párpados, un aire desordenado y relajado. 

— Huh... supongo que lo siento —se encoge de hombros—. Aunque eso sería una mentira.

Y con una risa ladeada, bastante burlona a mi parecer, se gira, retomando su camino pro el pasillo. 

Sipingui qui li siinti —repetí con tonada infantil—. Malnacido infeliz. 

Nunca había visto su rostro antes, así que he de suponer que es nuevo en el instituto.

Dios mío, las nuevas generaciones van de mal en peor, ya no tienen respeto por los adultos.

¡Cero respeto por nosotros los pobres e inocentes mayores!

Con esta cara larga he de verme como la típica anciana que grita: ¡Fuera de mi césped!

Una vez que alejé ese debate aniñado en mi mente, retomé mi camino. Pasé por el medio de la masa de estudiantes, abriéndome paso apenas, procurando no meterme en una riña. En este lugar es demasiado fácil juntar a un grupo de gente y ponerlos a discutir por alguna tontería del momento, y lo que menos quería ahora, era ser parte de algo donde posiblemente saldría lastimada.

Mi debilucho cuerpo apenas puede sostenerse luego de una larga jornada de aburridas clases.

Una media hora más tarde logré llegar a casa, el maldito autobús se demoró unos quince minutos más de lo habitual así que me tocó esperar en medio del ruidoso panorama de Nueva York. No me quejo demasiado, las vistas son buenas, tanto como ese payaso gritando el himno nacional en plena avenida con una enorme bandera de los Estados Unidos. 

The South Bronx © [Español]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora