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La autopista estaba colapsada y el captor llevaba casi tres horas esperando. De vez en cuando se asomaba a la ventanilla para contemplar impaciente la interminable hilera de vehículos que habia a su alrededor.

  —Los coches... —comenzó titubeante, abriendo los ojos exageradamente—. No se mueven... Coches... No... Mov-... No... ¡No!

Sintió cómo se le aceleraba el corazón a la par que gotas de sudor bajaban por su frente. Miró en todas direcciones sin poder centrar su vista en un punto fijo, viendo todo dar vueltas y moverse a su alrededor.

Él seguía en el coche, aunque no fuera consciente de ello.

Las puertas del coche se encogían con él dentro del mismo, pero luego de ensanchaban; era como si aquel Ford Focus rojo se hubiera transformado en una goma de mascar que se estiraba y se encogía.

El señor Eaton chillaba sin parar, tapándose los oídos para no oír las voces de su cabeza insultándole mientras le asfixiaban dentro del coche. Pero las voces no paraban, seguían riéndose de él y lo único que pudo hacer fue apretar los ojos y llorar mientras gritaba desconsolado, golpeando su frente contra el volante.

Había otra voz de fondo, apenas se escuchaba con claridad pero se entendía algo como: "para, por favor".

El hombre que manejaba el coche que tenia a su derecha se bajó escandalizado de su vehículo —un Peugeot plateado—, aproximándose al del captor para tocarle la ventanilla hasta captar su atención. Pero nada. El señor Eaton estaba en pleno brote, no era consciente de cuál era la realidad en ese momento. La suya era su propio coche intentando matarle aplastado.

  —¡Oiga! —gritaba desesperado el otro conductor mientras iban bajando los demás de sus coches—. ¡Por favor! ¡Abra la puerta!

Una mujer cogió una llave inglesa de su maletero y fue corriendo hasta la ventanilla del asiento del conductor, para más tarde propiciar un fuerte golpe contra el cristal el cual se rompió en mil pedazos cayendo la mitad dentro del vehículo.

  —¡Señor! —llamó aquella mujer agitándole los hombros.

Varios hombres ayudados de otras mujeres consiguieron sacar al captor del coche —quien seguía golpeándose contra el volante—, llevándole a la parte trasera de este para que se tranquilizase.

  —Este hombre no está en condiciones de conducir —comentó uno de los allí presentes—. No podemos llamar a la ambulancia, con este tráfico tardarán una eternidad en llegar hasta aquí.

La mujer de la llave inglesa se ofreció a llevar el coche del señor Eaton a su tienda de reparación siempre y cuando alguien se hiciera cargo de los gastos, los cuales el captor no podría atender en ese estado de alteración  mental.

El conductor que tenía al lado se acercó a la parte delantera del Ford  para buscar documentación del captor y llevarle a su casa con la esperanza de que tuviera pareja y dejarle a su cuidado.

Una vez hubo encontrado los papeles que buscaba, volvió con el resto de gente.

  —Muy bien, Frédéric Eaton —le dijo el hombre cargandole de un costado—. Le llevaré a su casa, no queda lejos. Venga conmigo...





Pronto llegaron a la calle donde vivía el captor. Se situaba en una zona bastante limpia de la ciudad con casas individuales y bastante rústicas. Clase media-alta. El vecindario parecía tranquilo a falta de transeúntes y el tiempo lo acompañaba cálidamente con un dia soleado con una ligera brisa.

Durante el trayecto el captor se había ido relajando hasta que finalmente se durmió. Había estado muy alterado, repitiendo la mayor parte del tiempo palabras sin sentido.

El hombre se llamaba Matthew, un repartidor de comida a domicilio que se disponía a disfrutar de su día libre cuando de encontró en ese percal. No se lo pensó dos veces y fue en su ayuda, tampoco le importaba hacer de guía y llevarle a su casa. Se veía de lejos que Frédéric Eaton no estaba bien de la cabeza. Y se compadecía de aquello.

Despertó al captor que aún estaba confuso y no del todo consciente, entre dos mundos; su fantasía psicótica y la realidad.

  —¿Está su mujer con usted? —preguntó Matthew ayudándole a desabrocharse el cinturón.

El captor negó moviendo la cabeza a ambos lados, ensimismado.

Matthew decidió registrarle los bolsillos ya que supuso que aún no estaba en condiciones de responder a nada. Era mejor aprovechar ahora que tenía las defensas bajas y no cuando regresara el ataque de hace antes.

El hombre comenzó mirando en la guantera, la cual estaba cubierta de fotos y cartas. Se fijó en la primera, una chica joven saliendo de algún sitio. Lo primero que le vino a la mente era que seguramente fuese su hija, sin embargo, algo le inquieto al quedarse observando la imagen. Quizá la manera en la que había sido tomada, la pose era tan natural y tan lejana que parecía que aquella chica no fuera consciente de que la estaban fotografiando. Pero alejó esos pensamientos y devolvió la foto a su sitio para seguir buscando las llaves de la casa de Frédéric Eaton.

No había rastro en el coche y lo que hizo después fue registrar al captor. Miró en los bolsillos de los pantalones, pero estaban completamente vacíos; mientras Frédéric miraba al frente sin enterarse de nada. Entonces, vio que el captor tenía bolsillos en la cazadora que llevaba puesta y, sin pensarlo dos veces, metió la mano en ella para sacar dos llaves de uno de ellos.






Matthew había recostado a Frédéric en su cama, le había hecho tomarse unas pastillas que habia en la mesita de noche y por fin, después de 20 minutos, el captor dormía plácidamente. Ahora él se iría y dejaría una nota para que su esposa o su hija la leyeran al entrar.

La casa estaba ordenada de una forma muy extraña. No había mucha decoración, salvo en una de las habitaciones con la que se topó Matthew cuando buscaba la del captor. Era la habitación de su hija: Kaela. O al menos eso ponía en una de las paredes del cuarto abarrotado de ropa nueva, peluches, muy barroco; lleno de adornos por todos los rincones, como si aquella chica tuviera cinco años. Eso le extrañó, no parecía que estuviese acabada. Habían botes de pintura y partes del cuarto inacabados, como si estuviese esperando su llegada.

Antes de irse de aquel lugar, dejó las llaves en la cocina. Una de ellas no sabía aún de qué era, había dado una vuelta por la casa y no parecía que hubiera nada cerrado con llave. Por un momento, se le pasó por la mente bajar al sótano de Frédéric para saber si habia algún baúl o cofre. Pero no haría eso, sería urgar en la intimidad de aquel hombre.

Se dirigía a la salida cuando en su camino de interpuso un gato blanco. Matthew retrocedió varios pasos por la impresión del felino y cuando se hubo recuperado del susto, se agachó para acariciarlo.

Siba》Leyó en su mente cuando agarró el collar que llevaba puesto.

  —Qué bonito eres... —dijo levantándose—. Bonita, mejor dicho...

Y con eso último, se fue de aquella casa.




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