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Al otro lado del mundo, un hombre descolgó el teléfono.

   —¿Sí? Dígame —comenzó una anciana por la vía telefónica.

   —Hola, abuela. Soy yo, Matthew —dijo el hombre al otro lado de la línea.

   —¡Oh, Matt! —se sorprendió la señora agarrando el teléfono fijo ahora con las dos manos—. Por fin te dignas a llamarnos, jovencito. ¿Qué tal todo por Hong Kong?

   —Por aquí va todo estupendamente, abuela —relató sonriendo—. Perdón por no llamaros todo este tiempo. Lo hago ahora para avisaros de que en media hora voy al aeropuerto, vuelvo a casa.

El rostro senil de aquella mujer se iluminó, haciendo que una desdentada y arrugada sonrisa se dibujara en ella. Tenía muchísimas ganas de ver a su nieto, el único que tenía además.

   —Nada más llegar, tengo que hacer una visita —explicó Matthew—. Estaré en casa para la hora de la cena, abuela.

El joven repartidor de pizza colgó su teléfono móvil y se dirigió al cuarto de baño de su habitación para acabar de alistarse. Se miró al espejo y, de pronto, se acordó de aquel hombre al que había ayudado hace poco a volver a su casa. Frunció el ceño recordando el ataque psicótico del señor en mitad de la autopista, eso hizo que abriera de inmediato el grifo de la pila y se aclarara con abundante agua la cara. Después, ya fuera del baño y de vuelta en la habitación, se encargó de cerrar las maletas y de revisar que no faltara nada.

Bajó al buffet del hotel y se llevó un par de bollos, metiéndolos en un tupper para comérselos en el avión de vuelta a casa. Así se ahorraría unos cuantos euros.






Matthew Dupont, aquel joven de treinta y dos años con el pelo rizado. Un chico de una estatura normal, algo delgado y con pecas en la cara.

Ya había llegado al mugroso piso en el que vivía, él único que era capaz de costearse con su miserable sueldo de repartidor a domicilio. Durante el vuelo había conocido a una mujer que le había parecido bastante interesante: su compañera de asiento. Se llamaba Fátima y él pensaba que era asombrosamente bella. Sus rasgos arábigos le habían encandilado y, ver su cabello oculto tras un hijab, despertaban mucha curiosidad.

Como le explicó a su abuela durante la llamada, antes de ir a su casa, tendría que pasar a ver a alguien.

   —Frédéric Eaton —pronunció mientras cogía las llaves de su Ford.

Matthew bajó inmediatamente del edificio y no perdió ni un segundo cuando se dispuso a marchar hacia su encuentro con aquel hombre.

Visita sorpresa.

Por suerte, recordaba la dirección de la casa de Frédéric. Y pudo llegar sin ninguna complicación. Esperaba que su irrupción no molestara al captor pues no hubo avisado en ningún momento de que se pasaría a verle. De hecho, no mantenía ningún tipo de contacto con este, por no decir que existía la posibilidad de que Frédéric ni siquiera se acordara de Matthew. Podíamos añadirle también que podía no estar en casa en aquel momento. Muchos factores.

Estacionó el coche cerca de un parque no muy lejano y el resto del trayecto fue andando. Llevaba un chándal gris: una sudadera con capucha y unos pantalones básicos.

Llegó a la puerta. Tocó el timbre, resonando en el interior de la vivienda. Se oían pasos cada vez más contundentes. Alguien se acercaba a la puerta. De pronto, los pasos dejaron de oírse.

Al otro lado de la puerta estaba Frédéric, observando al chico por la mirilla. Molesto e intrigado. Le resultaba familiar, pero no lograba situarle mentalmente. Él estaba en pijama todavía y no faltaría mucho para que él y Kaela empezaran a comer.

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