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La joven de veintiún años seguía encerrada en aquel cuarto —si se le podía llamar así— rodeada de barro y cemento.  Olores extraños e indescriptibles inundaban sus fosas nasales y aunque llevara allí quién sabe cuántos días, no lograba acostumbrarse a ese aroma tan putrefacto y nauseabundo. Era una mezcla de agua de fregona con calcetines sudados, sumándole a eso su propio hedor y la orina del agujero que el desquiciado de su captor había cavado exclusivamente para ella. Se esforzaba por pensar en aquello último: que no hubiesen habido más víctimas antes. 

Kaela no estaba muy segura de lo que ocurría en el exterior, no se acordaba de qué día era ni de si era mañana o tarde. Se guiaba por la poca luz de agujero abarrotado que tenía encima de ella y gracias a los barrotes pudo crear su propio mecanismo para orientarse temporalmente: si el suelo reflejaba cuatro líneas —haciendo referencia a las varillas— significarían las primeras horas del día junto a un tiempo soleado; si en cambio las líneas eran menos visibles sería pasado el mediodía acompañado de un cielo más nublado. No era una teoría exacta, dependía de muchos factores que a ella no le importaban. La cuestión era no perder contacto con la realidad.

«Lo más triste es que te pienses que saldrás de aquí con vida, imbécil» Pensó recriminándose a sí misma.

Su captor llevaba horas sin dar señales de vida, no era mucha la comida que ofrecía pero eso era mejor que nada.

«Al menos de hambre no moriré» Se dijo para sus adentros.

Y una vez más, reflexionando sobre su vida pasada, se dio cuenta de todo lo que tenía y no valoraba por pensar que siempre perduraría. Sus amigos de toda la vida y esos abrazos compartidos, los lloros y los consuelos, las risas y los buenos momentos. Aquellas pequeñas cosas que una adolescente despreciaba, como si no fueran importantes y como si fuera a ser joven eternamente y esa alegría junto a sus ganas de vivir duraran siempre. 

Horas sin que ese hombre aparecía por allí, horas sin comer. Pensó que ya se habría cansado de ella y que para él significaba tan poco que ni siquiera se esforzaría por crear el crimen perfecto. Le dejaría allí muriéndose de hambre mientras su cuerpo se descomponía entre la orina y el polvo, después de haber perdido el conocimiento.

Kaela apoyó ambas manos en su vientre, sintiendo cómo rugía y se revolvía pidiendo saciar su vacío. Tenía un hambre voraz, estaba muy débil y no podía ni sostenerse a penas. Seguiría tumbada.

   —Co-comida... —titubeó tragando grueso y casi sin aliento.

Miró a ambos lados desesperada en busca de cualquier cosa que meterse a la boca. Sus párpados se cerraban poco a poco y se hacía pesado el pestañear, mantener la vista fija en un punto le era difícil y tener una imagen clara y nítida imposible. 

De pronto, cayó en algo que había pasado hace días —en su concepto alterado del tiempo— y que se alegraba de que hubiese ocurrido. Era una cucaracha. Una cucaracha a la que había atado con ayuda de la botella del captor. Y seguía allí, aún estaba gorda y perfecto estado. Quitando que estuviese muerta.

   —No... No puedo... —empezó sin poder acabar la frase, la cual era que no podía creerse lo que estaba apunto de hacer.

Se incorporó como pudo y, fijando su vista en una de las esquinas de aquel lugar, comenzó a gatear hacia esa dirección. Le tomó mucho tiempo llegar hasta allí: sus vaqueros cortos estaban destrozados por completo, lo que significaba que sus rodillas entraban en contacto directo con aquel suelo cementado; sus manos estaban llenas de rasguños y eso sumando a todas las heridas y el rastro de sangre de sus rodillas, dificultaban su "gateo". 

Ella nunca había sido una gran atleta, más bien una chica sedentaria. No tenía resistencia alguna y su umbral del dolor era bajo, pero había algo que se superponía sobre todo aquello: el hambre. Instinto de supervivencia.

«Por fin» Se felicitó cuando hubo llegado.

Visualizó al insecto. Era una cucaracha. Una puta cucaracha. 

Y de repente, comenzó a tambalearse de rodillas, ladeando la cabeza mientras su visión se volvía borrosa. Su cuerpo cayó al suelo. Impacto seco a la par que sus párpados dejaban ver una línea de colores distorsionados. Pero, por suerte, pudo oír la puerta abrirse y unos pasos aproximarse. Sus ojos apuntaban a los zapatos de aquel hombre pero no podía agudizar su visión.

Se desmayó.

Él se acercó a ella, se agachó y le cogió en brazos. Se levantó y caminó con su cuerpo inmóvil, dejando atrás aquel sitio. 



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