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La correa que había colgada en el perchero llevaba a su mente a viajar hasta sus recuerdos más macabros y traumáticos, aquellos que creía que había enterrado hace años y que no volverían para perturbarle.

   «—Has sido un niño malo, Frédéric» Recordó lo que siempre decía su madre.

Cerró los ojos perdiendo la imagen de aquel cinturón y pensó en ella. Esa voz dulce y melodiosa que solo se dirigía a él cada vez que le castigaban sin ningún motivo. Sólo uno: ser diferente. Pero nunca lo entendieron. Nunca comprendieron que era un simple niño, sin malicia y sin culpa de nada. Por eso, más el único calor que recibió en su infancia fue el escozor de los latigazos de su padre mientras él se arrodillaba pidiendo perdón por estar poseído.

Su padre. Un hombre escuálido y peludo, siempre bien vestido. Nunca le quiso como a un padre. Para él había sido un monstruo y apenas recordaba su rostro; habían pasado treinta y ocho años desde que la vida había decidido separarles.

Ya daba igual porque todo aquel sufrimiento y toda esa desolación ya no estaban. Ahora tenía a Kaela, su salvación.

   —Ya es hora de comer —comentó en solitario consultando el reloj de su muñeca.

Se levantó y bajó a la primera planta para servir la comida que llevaba cocinando durante tres horas. Era un guiso de patatas y pollo; su princesita llevaba varias semanas alimentándose a base de sándwiches y bocadillos, necesitaba comer para reponer energías.

No podía seguir teniéndola en esas condiciones y decidió subirla a la primera planta de forma permanente. Ya no volvería al sótano, pero tampoco saldría de la habitación donde estaba encerrada. Frédéric la había decorado hasta el mínimo detalle: era complemente rosa, llena de adornos y peluches gigantes; habían preciosas muñecas de colección en estantes repletos de abalorios y al final del cuarto un enorme vestidor con abundantes prendas sin estrenar.

Lamentablemente y aunque no lo tuviera previsto, no saldría de allí. A menos que quisiera ir al baño.

El captor cogió una bandeja de uno de los cajones y puso un poco de guiso con una rebanada de pan al lado, unos cuantos cubiertos de plástico y un vaso con zumo natural de mango. Salió de la cocina y subió las escaleras con cuidado de no derramar nada y cuando hubo vuelto a la primera planta, giró a la izquierda y siguió caminando hasta llegar a una puerta cerrada con llave —como todas—.

Entró y se encontró a una joven sentada en una silla mientras se peinaba mirándose al espejo que tenía frente ella. El sonido de la puerta al abrirse le sorprendió, dando un brinco y ahogando un suspiro por la impresión. Kaela se tornó hacia su captor observando la bandeja que traía consigo, sin apartar la vista de aquel hombre y dejando lentamente el peine en la mesa.

Era la primera vez que le tenía frente a frente. Por fin veía el rostro de ese hombre al completo. Su cuerpo se mantuvo rígido observándole: un varón con el pelo canoso y abundante, cejas pobladas y de ojos grises; vestía con ropa informal y todas las prendas de colores oscuros tales como el negro o el añil; calzaba unos zapatos náuticos.

La vista de ella se mantuvo inexpresiva aunque por dentro sintiera asco e impotencia. Quería gritarle, saltar sobre él y pegarle hasta que cayera al suelo y así poder huir pero sabía que eso no pasaría. Kaela estaba muy débil, apenas hacía un día que ya no estaba en su celda y las marcas y heridas que tenía se habían infectado, lo que quería decir que seguramente tardarían mucho más en cicatrizar y que no podría moverse. No podría correr. No podría escapar...

Se despertó en aquella habitación impregnada de un aroma fresco, con mucha iluminación y rodeada de colores claros; nada que ver con esas cuatro paredes nauseabundas. Por un momento, creyó estar en su habitación, pensó que todo había sido un sueño. Lágrimas de alegría brotaron por sus ojos.

Ataraxia ✓Donde viven las historias. Descúbrelo ahora