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   «—¡Vamos, puta! ¡Ah! ¡Los putos dientes!» Recordó el captor lo que decía su padre.

Se quedó tumbado en su colchón, mirando bocarriba y con las manos entrelazadas en su vientre. Cerró los ojos y dejó que la oscuridad atrajera sus recuerdos de infancia.

Ya no estaba en esa habitación. Había retrocedido más de cuarenta años en el tiempo, y ahora su mente se encontraba proyectando una hermosa casa de pueblo. En ella vivían un idílico matrimonio y su hijo.

El señor Antoine Eaton y su esposa, Berenice Eaton. Por no olvidarnos del pequeño Frédéric.

Antoine era un panadero muy respetado del pueblo. La gente iba desde el centro hasta su tienda para comprar el pan. También era bien sabido por su devoción a la fe cristiana, la cual compartía con su mujer Berenice.

De puertas para fuera, la pareja parecía perfecta. Una mujer religiosa y ama de casa que realizaba los quehaceres del hogar, mientras esperaba a su honrado marido para servirle la cena. Un marido dedicado y entregado al oficio del pan, siendo el sustento y el cabeza de familia. Y un hermoso hijo con la inocencia y la curiosidad igual a la de los demás niños.

Sin embargo, una vez uno hurgaba un poco más adentro de aquella familia, descubría costumbres viciosas y macabras. ¿Qué pensaría el pueblo si supieran que Berenice y Antoine caían en el vicio de la carne con métodos fuera de lo tradicional? Antoine utilizaba correas, cuerdas y todo tipo de utensilios mientras practicaba sexo con su esposa. Era un toro desbocado, salvaje y agresivo. Al contrario, Berenice no poseía las mismas ansias de consumar que su marido; pero su deber como buena mujer era cumplir y satisfacer a su querido señor esposo, siendo capaz de someterse a cualquier ritual.

   «—Quiero follarte, Berenice. Deja al mocoso y sube a la habitación. Iré en un rato. Cuando vaya quiero encontrarte desnuda» Recordaba Frédéric las palabras de Antoine.

Lo peor vendría cuando el pequeño de la familia cumpliese los ocho años.









Kaela estaba esperando a que, una vez más, Frédéric apareciera con su bandeja de comida. Muchas veces se preguntaba qué hacía allí parada, sin intentar escapar o romper la puerta. Se decía a sí misma que tendría que haber intentado matarle y que si seguía en aquella situación era porque ella quería estar así. También, cuestionaba el hecho de haberse adaptado a su encierro.

   «¿Por qué no estoy llorando? ¿Por qué no he entrado en un ataque de pánico? ¡Que me han secuestrado, joder!» Se recriminaba mientras acariciaba a Siba.

Porque sabes que no corres peligro.

Kaela estaba cerca de perder la batalla. Comenzaba a pensar que realmente sí le pertenecía a ese depravado. Se desnudaba delante suya para ducharse porque él le llevaba una cubeta grande llena de agua y tenía que asegurarse de que ella se lavara bien. Había perdido su intimidad, su pudor. Daba gracias a Dios porque Frédéric no hubiese intentado nada con ella.

Que tú sepas

Conocía a la perfección aquel sonido metálico y la silueta del hombre que se asomaba cargando una bandeja. La llevó a una mesita y luego se giró para cerrar la puerta con llave. La llave.

Se quedó mirando a Kaela en silencio, sin decir nada. Ella también mantuvo el contacto visual con él, arrugando la frente con mucho desconcierto. Entonces, Frédéric se dirigió hacía la silla que había en una esquina de la habitación, la llevó a donde estaba antes parado y se sentó.

   —Comeremos más tarde hoy, bonita —espetó el captor.

Kaela no supo si debía decir algo o quedarse mirando a la espera de que prosiguiera.

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