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Tania Rousseau lloraba sin freno, sollozando y ahogando gritos. Su marido Edward hacía todo lo posible para que su mujer se tranquilizase, aunque en el fondo, luchaba contra sí mismo para no soltar ni una sola lágrima; quería que su mujer sintiese seguridad y alejaba la idea de mostrarse débil ante ella. Se preguntaba qué pensarían los oficiales que estaban frente a ellos si le vieran encogido y chillando como un niño pequeño al que le quitaban su juguete. Pero su hija llevaba dos semanas desaparecida y cada vez veían más cerca el pensar que estaba muerta a que fueran a encontrarla con vida.

   —Sres. Rousseau —comenzó el oficial al cargo del caso—, en vista de no haber obtenido los resultados esperados con la operación que hemos estado llevando a cabo, les proponemos una rueda de prensa. Demandar ayuda ciudadana es crucial para encontrar a su hija Kaela...

Pero los lamentos de Tania eran mucho más fuertes y dos agentes tuvieron que acercarse a ella, arrimando el brazo mientras Edward se apartaba un poco. Los policías abrazaron a la madre de Kaela, uno de ellos le susurró al oído: «todo saldrá bien, encontraremos a su hija...». Sin embargo, catorce días después seguían sin tener la más remota idea de su paradero. Lo que al principio pensaron que sería una fiesta que se habría desmadrado, había terminado con comentarios a escondidas de aquellos mismos oficiales diciendo que no creían que fueran a encontrarla.

«—No hay ninguna posibilidad de que esa muchacha siga viva, pero tendremos que seguir con el caso hasta que logremos convencer a la madre de que no hay nada que hacer...» Recordaba haber oído Tania al pasar los tres primeros días, mientras apartaba a los policías de su lado.

Edward era un hombre entrado ya en una edad muy madura: con cincuenta y cinco años y una larga carrera universitaria junto a una gran experiencia laboral tras sus espaldas; era un señor con peso y una apariencia cuidada, aunque las arrugas se hicieran visibles y marcadas. El padre de Kaela era un hombre simpático y agradable, cada vez que miraba por encima de las gafas intentando parecer rudo y estricto, provocaba el efecto contrario dando ganas de achucharle; un padre ejemplar que durante veintiún años lo había dado todo por su criar a su pequeña de la mejor forma posible.

Tania en cambio era distinta. Sus genes habían tocado más a Kaela, por eso siempre le recordaba lo parecidas que eran cuando ella era joven. Su vida no fue de color de rosa, al contrario que su querido esposo. Ella tuvo un infancia desestructurada y las circunstancias hicieron que estuviera una larga estancia en un orfanato hasta que una familia la adoptó. En ese momento, su vida dio un giro de ciento ochenta grados, sin dejar que sus traumas de cuando era niña afectaran a su futuro. Más tarde conocería a Edward, de esa unión de contrastes nacería Kaela.

   —Por favor... —rogó Tania una vez se hubo calmado—. Tienen que encontrar a mi hija Kaela, sé que está viva... Mi pequeña tendrá miedo y estará muy asustada, y Dios no quiera que esté en manos de algún desalmado...

Le agarró la mano a su marido, acto seguido se giraron para luego salir de la oficina del inspector. Se fueron del cuartel de la policía y se dirigieron a un bar-cafetería situado a dos manzanas.

Llegaron al lugar y caminaron entre los clientes que salían del local, ignorando las miradas de las mujeres que observaban a Tania con intriga. Edward hacía todo lo posible porque su mujer no recayera en el juicio de aquellas personas.

Una vez sentados, uno frente al otro, Edward se dispuso a iniciar la conversación. Él le dijo a Tania que no podían perder la esperanza, su hija estaba viva porque sus corazonadas —las de ambos— no podían fallar. Después de pedirle que guardara la calma y que tenían que intentar llevar la situación lo mejor posible, agarró las manos temblorosas de la angustiada Tania; bajó la mirada y sus ojos entraron en contacto con los de ella, por encima de sus lentes; tragó grueso y respiró con mucha profundidad para luego hablar:

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