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Tengo veintidós. Los cuatro años de mi vida que están acabando mientras camino los pasé estudiando Finanzas en la Universidad San Francisco de Quito y, aunque parecían eternos, se esfumaron de un día para el otro. Camino hacia el parqueadero que está a tres cuadras de la U, un terreno baldío cercado con troncos y alambres de púas, cual potrero. Hay parqueaderos más cercanos, algunos con bar y música incluida, pero cobran. Mi vieja dice que es algo en lo que hay que gastar para que el carro no corra peligro. Alguna vez hice los cálculos respectivos y después de severo escrutinio decidí que ese dinero era merecedor de mejor suerte.

No soy de Quito, soy de Portoviejo, un pueblo feo que se cree ciudad y hasta figura en los registros oficiales como capital de provincia. Soy costeño. Me gusta ser costeño, especialmente en la sierra. Me gusta mi acento. No es perfecto, me como las eses y puteo un montón. A veces, cuando hablo, los quiteños dicen que lo hago tan rápido que nadie me entiende. Whatever, dude.

Di la prueba de admisión en la San Francisco antes de graduarme del colegio e hice el típico año afuera. En rigor, no fue un año, fueron seis meses. Boston. No me fui de intercambio. No viví con ninguna familia Station Wagon + TV Room + B.B.Q. in the backyard, ni llegó a mi casa uno de esos gringos que vienen a hacer todo lo que en USA es rated R. De Boston recuerdo muy poco. Me enrolaron en un curso de EF y me pusieron a vivir en un dorm, 200 Lake Street, no muy lejos del downtown, si vas en subway. La verdad, me la pasé chupando indoors. Recuerdo cuartos, escaleras, baños y alguna que otra ventana. La gente me respetaba porque, en teoría, una noche, antes de irme a la cama, vomité en la puerta del cuarto del director. Un vómito histórico del que yo no recuerdo absolutamente nada. Aprendí inglés a punta de canciones y películas, traduciendo las letras de Bob Dylan, descifrando los gritos de Kurt Cobain y tratando de aplicar las líneas de Woody Allen. Mi viejo estaba encantado. Me llamaba cada domingo, sin falta, y yo le enumeraba, diccionario en mano, las palabras que había aprendido en la semana, los museos que había visitado y las peladas que dizque había conocido y vacilado. Me decía que me cuidara de las gringas (nunca usó las palabras condón o sexo) y siempre cerraba sus llamadas con el mismo eslogan: Boston es la ciudad más académica del mundo, aprovecha, muchacho, aprovecha. Después le tocaba a mi vieja. Durante su turno al teléfono, se limitaba a preguntar si había comprado esos pijamas térmicos que habíamos visto en la televisión. Pude haberle dicho que sí a la primera y zafar como un grande, pero, mal que mal, esos pijamas ausentes me unían a mi madre más que otras cosas. Nunca compré los famosos pijamas térmicos. Preferí escuchar, diez millones de veces, que me iba a enfermar y que no hay nada peor que enfermar cuando uno está solo. La profecía se cumplió. Estuve enfermo. Estuve solo.

Pude haberme quedado estudiando en Boston. A mi viejo le hubiese gustado la onda Boston College o Boston University, pero creo que no me habrían aceptado. Mi viejo me lo ofreció un montón de veces. Cada vez que me preguntan por qué no me quedé, invento algo: mi viejo decía que sí tenía y mi vieja decía que no tanto, me regresé para acolitarlos. Además, según yo, la cosa es acá; en el Ecuador, todo el mundo se queja, todo el mundo se va, yo no, yo me quedo. Pura mierda. Me ahuevé. Punto. Regresé al Ecuador un veinticinco de agosto. Mi vieja estaba feliz. Mi viejo, bastante menos, no entendía por qué había regresado y, de alguna forma, pienso que estaba frustrado por no haberme obligado a quedarme. Esa noche fuimos a cenar al Mesón Español, comimos paella y tomamos sangría. Mi padre sólo abrió la boca para recibir almejas y mejillones y para hablar con el mesero.

Las clases empezaron un lunes seis de septiembre. Dicen que en la San Francisco no se estudia, que basta con pagar, que uno no va a aprender sino a hacer contactos. Lo mejor que se saca de una universidad cara son los contactos, dicen. Yo no me esforcé gran cosa, logré pasar los cuatro años con notas bajas, es cierto, pero llegué. No estoy feliz de haberlo hecho de esta manera, sin ganas, sin ponerme la camiseta, de repechaje, digamos. Preferiría decir que me costó mucho y que todo ese esfuerzo me ha convertido en una persona mejor. No es el caso.

Necesito un trago. La botella de gin se acaba mientras paso frente a la urbanización La Comarca y llego al parqueadero. Saludo al guardia y él, cómplice, hecho el pana, me pregunta si la chica que me está esperando es mi pelada. No entiendo. Me acerco al Halcón. En efecto, una chica está arrimada a la puerta trasera. Sé quién es, se llama Clara, una de esas personas que yo debería conocer bien tras cuatro años de compartir carrera. Me detengo frente a ella. Su mochila Jansport, color vino, descansa sobre la parrilla del techo.

-Por si acaso, ése es mi carro- le aviso.
-Ya sé. Me vas a llevar a Quito.
-¿Y si no voy a Quito?
-No te vas a perder la oportunidad de pasar unos minutos con este bombón, ¿verdad? Dale, vamos.

Clara se despeja del Halcón, toma su mochila, que está mas inflada de lo normal, y camina hacia la puerta que le corresponde. Cero dudas.

Hablas DemasiadoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora