Castor y yo agarramos las últimas cervezas de la tarde, tomamos un taxi y nos vamos a Guápulo. En otras circunstancias hubiésemos ido en el Halcón, pero es domingo y qué pereza y además sabemos a lo que vamos y pronto, muy pronto, no estaremos en capacidad de manejar maquinaria pesada.
Vamos subiendo por la Gonzáles Suárez. El taxi llega al redondel y rodea a Winston Churchill que sigue ahí, sentadote, éste no es su problema. Media cuadra antes del Hotel Quito hay una bajada, un túnel hacia un Quito menos Quito. Guápulo es un barrio construido cuesta abajo, a menos vengas de subida, claro. Pero son pocos los que suben desde Guápulo, la mayoría se queda allá, abajo, nada de lo que hay arriba les interesa. Subir cuesta. Bajar es cuestión de simple gravedad. Viviendo en Guápulo se puede no vivir en Quito y seguir, por así decirlo, en la capital.
El taxi baja despacio por el Camino de Orellana, frenando cada dos segundos, con algo de miedo, no quiere que el barrio se lo trague. Vamos directo a la Casa Blanca, propiedad del Niño Terror, un pelado de dieciséis años que mide dos metros y pico y vive a expensas de sus viejos que están en Brasil, trabajando para una ONG llamada Pastoral da Criança, que vela por la nutrición infantil carioca. El Niño Terror no es un dealer propiamente dicho. Negocia, no vende. Practica el trueque.
Se describe a sí mismo como un alma generosa que no regala nada. En la Casa Blanca todo tiene su precio y no se puede llegar con las manos vacías. Mínimo, unas cervezas, que es lo que Castor y yo compramos en Víveres Jorge Luis, la estrecha tienda frente a la cual se detuvo el taxi. Según el Niño Terror, su régimen es el mismo que el del Hotel California: You can check-out any time you like, but you can never leave. Ni tanto. Te puedes ir si el dueño de casa está dormido, ésa es la ley. A lo que se refiere el Niño Terror es a que cuando te vas, él y su casa se van contigo. Terminas volviendo, lo quieras o no.
Para acceder a la Casa Blanca hay que cruzar un corredor de cemento cuarteado camuflado entre dos construcciones de medio pelo que los gringos residentes apodan Melrose Place. Llegas a un jardín verde y crecido, un matorral carnívoro de esos que los duendes, por precaución, no cruzan durante las noches. Si el Niño Terror se despierta y no te encuentra, sale a buscarte, sobre todo cuando no encuentra a nadie. No puede estar solo, necesita público y mucho de ese público ha pasado noches enteras escondido en el matorral, huyendo, intoxicado hasta la médula y sin querer, ni poder, meterla del estribo.
La Casa Blanca empieza en un muro alto, tan blanco que refleja la luz del sol y la vierte sobre la maleza. En el centro hay una puerta de cobre que se abre de par en par por si acaso tengas dudas, y sobre ella, en una placa de metal, el número 705. La casa está dividida en tres cubos de proporciones iguales que descienden por la ladera cual escalones. Stairway to Hell. Cada cubo tiene un ventanal inmenso que da a los valles. La vista es preciosa, sobre todo a esta hora, cuando el sol ya se escondió y el azul suicida se mezcla con las luces que cuelgan de los postes.
El Niño Terror me dice El Silencio. Lo tengo merecido. En su casa, la gente se enreda. Yo me reservo el derecho de admisión. Lo conocí por Castor, que conoce gente todos los días y me conduce a lugares como éste, donde se reúnen las sobras animadas de la noche después de que hasta el antro más antro ha cerrado. A la Casa Blanca vienen, sobre todo, bandas de rock, pintores, fotógrafos, viajeros de paso, hijos que han peleado con sus padres, padres jóvenes que acaban de divorciarse, mujeres solas, drogos en general y parejas que no tienen dónde tirar. La Casa Blanca es la casa de los desamparados, de las almas que penan esperando que el patíbulo se descongestione un poco. El Niño Terror gasta todas sus remesas en perica, licor y, muy rara vez, en comida china venida expresamente del 1800 Lay Lay. Así que basta con venir para tener algo que hacer.
Nos abre la puerta. Lleva puesto un sombrero tipo cazador de elefantes que parece de marfil, una bata de dormir de seda, bermudas floreadas de surfer y botas de caucho y suela de goma, muy grunge. Sin camisa, sin medias. Nos mira a través de unos antiguos binoculares de nácar que sostiene de un mango con su mano derecha. Ahora que lo pienso, los binoculares combinan perfecto con el sombrero.
-El Castor y El Silencio, dos domingueros de corazón. ¿Password?
Castor levanta la funda de plástico. El Niño Terror inclina la cabeza hasta que los binoculares de nácar chocan contra las botellas. El ligero tintineo podría tomarse como una alarma pero claro, no oigo, soy de palo y tengo orejas de pescado. Tras varios segundos de inspección, deja los binoculares dentro de la funda y se endereza. Luego toma la bolsa con ambas manos, la aprieta contra su pecho, cierra los ojos y, muy serio, nos hace una reverencia.
-Pasen. Mi casa es su casa. Mi blanca es su blanca.