El apartamento en el que vivo, cortesía de mis santos padres, es uno de esos en los que no hay puerta de entrada. Te metes al ascensor, pasas una tarjeta frente a un sensor y vas directo a tu casa. Mi convivencia con los vecinos es nula. No conozco al administrador del edificio y nunca he ido a una de las reuniones de copropietarios e inquilinos. Siento que el vínculo entre la planta baja y mi hogar es el mismo que tengo con el mundo. El mundo es la planta baja, por donde paso sólo por obligación, el ascensor son las cosas que hago y el apartamento es mi cabeza, donde paso la mayor parte del tiempo. Tal cual.
Entro, voy hasta la sala y me siento en una de las sillas. Castor está haciendo exactamente lo mismo que estaba haciendo hace horas, cuando me fui. Acostado en el sofá, leyendo fotocopias y tomando cerveza.
-Hola, cariño, ¿cómo estuvo tu día?- me dice sin regresar a verme.
Ambos entramos al colegio jesuita Rey de Reyes al mismo tiempo. No nos conocimos de inmediato sino años después, cuando tuvimos que escoger una especialidad. En el Rey de Reyes no había muchas opciones: Físico o Químico. Los números nunca han sido lo mío, los desprecio con toda la fuerza que el alma me da. Pero eso de andarse aprendiendo todos los nombres de los huesos del cuerpo humano me parece simplemente insoportable. En honor a la verdad, quería ir a Sociales, pero eso significaba cambiarme a un colegio menos prestigioso y mis viejos no lo discutieron, ni siquiera lo consideraron. En quinto curso escogí Físico y me tocó ser compañero de Castor.
Por esos días, Castor era una estrella. Decían que era el mejor jugador de fútbol que había en Portoviejo. Castor era, por así decirlo, el futuro. Estaba en la selección del colegio, de la ciudad, de la provincia y, con menos frecuencia, en las sub algo del Ecuador. Las chicas querían estar con él y los chicos querían ser como él. Era amigo de todo el mundo, hasta de los profesores, con los que nunca cumplía. Bastaba con que dijera que venía de jugar en el Monumental de Barcelona para que le perdonaran los deberes de toda la semana. Después de todo, Castor daba la vida por nosotros cada vez que entraba a la cancha. Y si nos hacía quedar bien, si hacía el gol del triunfo, el pase gol del triunfo, o impedía que el equipo contrario triunfase, había que tratarlo como a un héroe de guerra. Toda esa onda Castor me parecía despreciable.
A los quince no era tan distinto a como soy ahora, creo. Tal vez tenía más fé, más apetito. Tal vez. Si nos ponemos francos, debo confesar que no tenía muchos amigos y he perdido contacto con casi todos. Debe ser culpa mía. Voy a Portoviejo una o dos veces al año y cuando estoy allá apenas salgo a la calle. Nada raro que a estas alturas del partido, Castor sea prácticamente mi único pana, aunque en su momento fuera ese man que bailaba salsa en las fiestas y siempre tenía pelada: el enemigo. Un recreo me encontró sentado bajo la sombra de una palmera, leyendo una Circus cuya portada compartían Pearl Jam y los Stone Temple Pilots, enchufado a mi, por entonces, ultra moderno discman Sony. Estuvo parado frente a mí varios segundos. Podía verlo por encima del borde de la revista, los Nike Air bien amarrados y puercos, la camiseta interior empapada de sudor. Recuerdo haber empezado esa conversación.
-Qué dices, loco.
Castor se arrodilló, extendió el brazo, me sacó un audífono y se lo colocó en la oreja.
-¿Nirvana?
-Nirvana.
-Este man es un bacán. Tengo un disco, pero no es éste. O sea, tengo el que todo el mundo tiene, el del peladito en la piscina. Te voy a dar un casete para que lo grabes, ¿ya?, no seas turro.Me devolvió el audífono, corrió unos metros, recogió el balón con las manos y volvió a lo suyo. Castor me parecía el conjunto de todo eso que está mal en el mundo. Aun así, esa misma tarde, antes de sentarme a almorzar, empecé a grabarle la copia del Bleach que me había pedido. Usé uno de mis casetes en blanco. Se lo entregué al día siguiente y él me entregó su cinta virgen.