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Se acabó. Eso es todo, amigos. Final de la transmisión. La china gorda me pregunta si estoy en esta clase. Estoy, obvio, pero no pertenezco. Esto de estar y no pertenecer me pasa mucho, demasiado, si de verdad quieren saberlo. Me lo pregunta mientras borra el mensaje que el economista Valarezo escribió en la pizarra líquida. El borrador recorre las letras y el 《¡Que vivan los graduados!》pasa a la historia. Así es como funciona: las cosas desaparecen en cuestión de segundos. Hace quince minutos, el aula estaba llena de los que deberían ser mis amigos, mis contactos, mis futuros socios. Ahora estamos la china gorda y yo, que no me quiero ir porque se me termino el chiste y prefiero prolongar la agonía. Corte a negro. Estoy perdido, para atrás, mal. La china gorda casi no tiene cara. Sus ojos, su nariz y su boca están muy unidas, al centro del rostro. El resto es carne grasosa y algo roja bajo cabello negro, corto y fino. Yo también tengo la cara roja. No se da cuenta de que no le respondo porque no quiero. Me mira raro. No es para menos. Me siento más raro que de costumbre. Me lo pregunta primero en español, segundo en inglés y tercero en mandarín.

Estoy derramado sobre el pupitre de asiento acolchonado, mis manos abiertas golpeando mi Jean Book, que descansa sobre la mesa de madera, en busca de ritmo. El Jean Book está cerrado, como yo. La china gorda se acerca lentamente. La miro directo a los ojos. Vuelve a preguntarme si estoy en la clase. Guardo silencio. Me lo guardo todo, ése es el problema. Me informa que en cinco minutos empieza Manualidades Orientales II. Me suena a película de cuarta, de esas que pasan a la media noche en televisión local, antes del himno nacional. Sonrío. La china gorda se para a mi lado guardando su distancia, parece preocupada, tal vez piensa que soy un asesino en serie que descuartiza chinas gordas y las guarda en su refrigerador. No lo soy. De eso pueden estar seguros. Lo demás está por verse.

Guardo el Jean Book en la mochila y los espirales hacen sonar la botella de gin. Aprovecho para sacar el frasco del anonimato y ponerlo sobre la mesa. La china gorda frunce el ceño, mira para todos lados. Me mira. La miro. Me mira. La miro. Mira la botella. Luego avanza hasta la puerta del aula, alarga el cuello que no tiene, chequea el pasillo y la cierra despacio. Destapo la botella. Ella se sienta en un pupitre a mi derecha, al borde del asiento. Se la paso. Toma la botella con sus dos manos, sus dedos tipo salchicha coctel apenas la alcanzan. Echa un buen trago y me la devuelve. Levanto la botella y bebo a su salud. El gin es todo lo que me queda, pienso. Estiro el brazo y le pongo la botella en las narices. Moviendo la cabeza, me señala la puerta. Quiero echar otro trago pero la china gorda me lo impide. Me quita la botella, la tapa y la echa dentro de la mochila, el cristal vuelve a chocar contra los espirales. Camina hasta la puerta usando mi mochila para barrer el piso. Abre, avanza unos metros y deja la mochila en medio del pasillo. Regresa, se sienta tras el escritorio, se pone unos lentes tan pequeños como sus ojos y vuelve a señalarme la puerta, esta vez con su dedo índice.

La primera en llegar a la clase es otra chinita, una chinita punk, pantalones cuadriculados, botas para mosh, pelo rosado, camiseta de los Misfits y todo. Al entrar dice algo que no entiendo. Después me pregunta si estoy en esta clase. Creo que nadie está en esta clase. Necesitan sangre nueva y quieren la mía, pero no estoy de humor. Salgo. Recojo mi mochila del piso, me la echo al hombro y empiezo a caminar.

Hablas DemasiadoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora