Entramos a la tienda y el vendedor, un tipo de unos cincuenta y pinta de mesero que la suda por su comisión, saluda a mi viejo con un fuerte apretón de manos y una sonrisa que no sospeché pudiera llevar a cabo. Lleva el pelo todo para atrás, alto, retrógrada en vez de retro. Mi viejo es cliente de la casa, viene a este mismo almacén cada tanto, y gasta. Dos o tres veces al año se compra un terno de dos lucas o más. Fue amor a primera vista. Es fanático de un almacén gringo que se llama Today's Man y, en rigor, no es tan fino como él quisiera, pero juega, los ternos se ven bien, son asequibles y de vez en cuando encuentra una prenda súper cara mezclada con la lumpen de los ternos en una rebaja. Hemos estado varias veces en Nueva York y siempre es lo mismo, el lugar donde más gasta su tiempo es en Today's Man. Para él, ése es el verdadero paseo. Piet Mondrian podría haber resucitado y estar dando charlas gratis en el Museo Metropolitano de Arte y a mi viejo le daría exactamente lo mismo, siempre y cuando no le quiten su tiempo en su adorado almacén, su pretzel y su hot dog de carreta en la Quinta Avenida y Calle 42, frente a la New York Public Library. Cuando se enteró de que en Quito se abría una tienda de prendas para el caballero del momento llamada El Hombre de Hoy, no lo pudo resistir. Entiende perfectamente que es la versión pirata, pero el Ecuador es, de por sí, un país pirata, la versión en baja resolución de algo mejor que no está al alcance de nuestro bolsillo.
Es la primera vez que pongo un pie en este lugar. Mi viejo me presenta con el vendedor y yo me siento como un niño en una fiesta de grandes.
-Buenas tardes, joven, ¿viene a buscar un terno?-me pregunta el vendedor afanoso.
-Así dicen.Mi viejo aprovecha para dar el cuento.
-El joven se está graduando de la universidad.
-Ah, vaya, felicidades, todo un profesional, ¿en qué carrera?Mi vieja se mete en la colada.
-Finanzas.
-Qué bueno, esa carrera sirve para todo, ¿en qué universidad?Mi vieja remata.
-En la San Francisco.
El vendedor ladea la cabeza y me mira con una sonrisa gastada. Tal vez me putea con furia y en silencio porque si él hubiese tenido padres que le pagaran la San Francisco no estaría preguntando estupideces sobre un malcriado engreído que no le importa en lo absoluto y al que, para colmo, tiene que tratar con amabilidad.
-Entonces necesitamos un traje digno de la ocasión-concluye.
Me alegro. Entre más caro sea el traje, más dinero recibiré. Mi viejo no piensa lo mismo.
-Un ratito, no nos volvamos locos, tampoco se ha graduado de astronauta con un doctorado en Física Nuclear de Harvard.
Mi viejo suelta una carcajada, el vendedor le celebra la broma con una carcajada más alta y mi vieja niega con la cabeza, sonreída.
-Veamos uno de los que me enseñó la otra vez, me dijo que costaban ciento cincuenta y venían con camisa y corbata.
-¡Cómo no!, los de la promoción, están por acá.Me paro sobre una pequeña tarima que tendrá diez centímetros de alto, como mucho. Frente a mí tres espejos, uno al frente y dos a los costados. Llevo un traje azul oscuro con finas rayas blancas, de tres botones. La versión pirata del traje de dos lucas que se exhibe en vitrina. Me consuelo pensando que tiene un aire, por más mínimo que sea, a mafioso, a lo Goodfellas. No seré Robert De Niro ni Ray Liotta (alguno dirá que a duras penas me alcanza para Joe Pesci), pero tengo lo mío, aunque sea pose. Mi vieja y el vendedor discuten a mi alrededor.
-Creo que las mangas están muy largas.
-No, señora, así se usan. Joven, haga puño, por favor.Hago puño.
-¿Si ve?, a la mitad, justito, sino cuando levante el brazo le va a quedar muy arriba.
-¿Seguro?
-Segurísimo, mi señora.Mi viejo está sentado en un sofá cerca de la caja leyendo El Comercio y, cada treinta segundos, poniéndole un ojo a un tipo alto, gordo y de pelo enteramente blanco, con acento venezolano, que está comprando como un desquiciado. Seguro mi viejo está calculando cuánta plata va a gastar el tipo. Mi vieja quiere que me vea, que se fije en el traje, en cómo me queda. Mi viejo se pone de pie, coloca el periódico bajo su brazo y se acerca.
-Tienes que hacer ejercicio, muchacho.
Dicho esto, regresa al sofá y al periódico.
El vendedor pone un alfiler para marcar dónde hará el hilván del pantalón. Mi vieja se acerca, agarra la cintura del pantalón y la sube a la altura del ombligo.
-Póntelos bien, muchacho, éstos no son esos pantalones de payaso que se te andan cayendo.
Me siento como uno de los maniquís en la vitrina. Justo cuando el vendedor está a punto de tomar la medida para cortar las bastas, alcanzo a bajar la cintura del pantalón y ubicarla a una altura racional. Bien por mí y por mi nuevo traje, que cual vestido de novia no pienso usar más que una sola vez.