Se trataba de una antigua mina de carbón, al fin y al cabo, y se adentraba en el interior de la montaña sinuosa y zigzagueante hasta límites insondables. En algunos puntos el techo aparecía derrumbado, pero no fue difícil retirar los escombros para despejar el camino.
Esa noche decidieron acampar allí, junto a las ruinas. A la mañana siguiente se internarían en esa mina, bajo la gran montaña.
Reunidos en torno a una hoguera, los sombríos ánimos que se habían ido adueñando de todos los compañeros, comenzaron a disiparse. Una extraña sensación de bienestar le invadió y las risas y las canciones resonaron en el bosque.
—Me siento extrañamente bien —llegó a decir Ashmon—. Aunque debería estar muerto de miedo.
Hyerom sonrió ante el comentario.
—La montaña sagrada tiende su benévola influencia. Incluso en los corazones más oscuros.
—Tu señor vive aquí, ¿verdad? —Preguntó el antiguo nigromante—. Me refiero a Thanassos.
—Él mora en todas partes, aunque este lugar es uno de sus sitios preferidos. Muy pronto le conoceréis.
—¿De verdad vamos a conocer a un dios? —Preguntó Rourca, sin saber si estar alegre o asustado.
—Él será quien os conozca a vosotros y tiemble aquel que no supere su escrutinio.
Todos se miraron, porque quien más o quien menos, cada uno de ellos tenía algo que ocultar en lo más recóndito de su ser.
—Hasta aquí me está permitido acompañaros. Mañana deberéis entrar solos en esa mina.
—¿Tienes que marcharte ya? ¿Por qué? —Le preguntó Shyrim.
—Sí, pequeña, he de hacerlo. Pero no temas. Nada malo te sucederá a ti. No con ese corazón que tienes rebosante de luz.
La niña sonrió, pero luego se entristeció.
—¿Y qué será de Ashmon? —Preguntó con un susurro para que el nigromante no llegase a escucharla—. Él no siempre se ha portado bien.
—Tendrá que enfrentarse a su destino. Aunque tal vez no prefiera entrar.
—Sí Thanassos es un dios del bien, ¿por qué habría de castigarlo?
—Nadie ha hablado de ningún castigo. Tan solo se trata de actos. Los actos pueden ser involuntarios, irreflexivos o conscientes de toda su maldad y cada uno debe purgarlos si desea entrar en un lugar tan sagrado. ¿Lo entiendes, querida Shyrim?
—Creo que sí. Es parecido a cuando mamá me obliga a lavarme las manos antes de comer, para no contaminar la comida.
—Algo así, pequeña. Algo así.
—Una vez hablé con un dios. Le ofrecí mi vida para recuperar la de Sheila. La rescaté, pero después no me pidieron nada a cambio.
—Es una deuda que algún día deberás pagar —dijo Hyerom—. Pero no hoy, ni mañana, ni hasta dentro de muchísimo tiempo.
—Volvería a hacerlo si fuese necesario —dijo la niña con firmeza.
—Lo sé. No me cabe ninguna duda. De entre todos los aquí reunidos tú eres la mejor recibida, Shyrim. Los dioses esperan grandes proezas de ti.
—¡Oh! ¡Vaya! —Exclamó. Después no supo qué más decir.
La mañana era fría, pero los ánimos de nuestros compañeros estaban templados por la determinación y sus rostros reflejaban la ansiedad de la aventura en ciernes.
—Alguien deberá quedarse para cuidar de las monturas y de nuestros pertrechos. ¿Quién va a hacerlo? —Preguntó Aidam.
Todos se volvieron a mirar a Ashmon, pues conocían su dilema, pero él negó con la cabeza.
—Llamadme loco, pero pienso entrar ahí —dijo.
—¿Estás seguro de eso? —Le preguntó Aidam.
—Todo lo seguro que puedo estar. No tengo miedo, si eso es lo que piensas, guerrero. Mi miedo sí que se quedará aquí afuera.
—Yo me quedaré —propuso Hugh—. Los espacios estrechos me causan pavor, aunque no lo creáis.
—Shyrim y Rourca —señaló Aidam—. Vosotros también aguardaréis aquí.
—¡Nooo! ¡Yo iré! —Chilló Shyrim y Aidam la reprendió por sus gritos, aunque después escuchó lo que tenía que decir.
—Explícame por qué debería dejarte ir a un lugar tan peligroso.
—No será peligroso para ella, Aidam —afirmó Hyerom—. Además, la están esperando, al igual que a ti, a Sheila y a Ashmon.
—¿M-me esperan a mí? —Titubeó el nigromante.
—Por supuesto. Recuerda la profecía.
—¡Ah, sí! La profecía, claro está...
—¿Podré ir entonces? —Preguntó Shyrim.
—Sí, podrás ir—dijo su padre—. Aunque la idea no sea de mi agrado.
—Y Rourca vendrá conmigo.
—Está bien. ¿Estamos listos entonces?
Todos asintieron, aunque ninguno estaba listo para lo que iban a encontrar en las profundidades de aquella sima.
Aidam repartió las antorchas y decidieron viajar libres de equipaje, aunque ninguno prescindió de sus armas.
A mediodía se despidieron de Hugh y de Hyerom y se internaron en la oscura y húmeda gruta.
Durante un centenar de metros el estrecho pasadizo se mantuvo recto y nivelado, pero más adelante comenzó a retorcerse y a descender hacia las profundidades. El calor y la humedad también se dejaron sentir y el silencio, pues nadie hablaba, se adueñó de todos.
Mucho más adelante la mina dejó paso a una estructura que no parecía haber sido construida por hombres, ni enanos, ni elfos. Su diseño era totalmente desconocido para todos. Ni siquiera Ashmon, que presumía de conocer todas las razas de Kharos, pudo averiguar quiénes habían sido sus constructores.
—Parece muy antiguo —dijo a modo de escusa y el eco hizo reverberar sus palabras por toda la estancia.
—No es un diseño muy común —admitió Aidam. Él también había estado en incontables lugares y nunca había visto nada parecido.
Las columnas que sustentaban el altísimo techado se retorcían sinuosas mientras ascendían a lo más alto. El suelo estaba formado por largas planchas de negra obsidiana y tan pulidas que simulaban ser espejos. Las paredes estaban cubiertas de unos extraños signos que ninguno supo descifrar y las cubrían por entero, desde el suelo hasta el techo. Toda aquella arquitectura, en suma, reflejaba en sí misma un profundo misticismo. La idea de encontrarse en un lugar sagrado.
Tras adentrarse en aquellas vacías salas, los compañeros llegaron junto a una formidable puerta, por la que hubiera podido cruzar, sin tener que agacharse, un gigante. Al llegar junto a ella se sintieron tan diminutos como su constructor había pretendido. Débiles e indefensos ante unas fuerzas que ninguno de ellos comprendía.
—Parece cerrada —dijo Ashmon—. Será imposible abrirla, no creo que tengamos la fuerza necesaria para...
Un chirrido hizo que Ashmon se tragase sus palabras, pues la puerta, por si sola, estaba abriéndose.
—Estamos invitados a pasar —dijo Aidam con un encogimiento de hombros—. ¿No lo creéis así?
Shyrim fue la primera en cruzar al otro lado sin que Aidam pudiera evitarlo y una exclamación de sorpresa salió de sus labios.
—¡Entrad, tenéis que ver esto!
El resto del grupo cruzó tras la puerta y ninguno tuvo la fortaleza de pronunciar ni una palabra. Aquello que estaban viendo les había dejado sin voz.
—¡Es increíble! ¿Verdad? —Susurró esta vez Shyrim.
Al otro lado de la puerta no había paredes, ni techo ni columnas. El espacio se abría en lo que parecía ser una espesa jungla llena de grandes árboles y frondosas plantas. La luz del sol llegaba hasta ellos desde un cielo sereno y de un azul tan prístino como nunca habían contemplado antes. El canto de las aves llegó hasta sus oídos traído por una suave brisa que traía fragantes olores y que mecía las ramas de los árboles con un suave vaivén.
—¡No es posible! —Exclamó Aidam al fin.
—¿Por qué no iba a ser posible, guerrero? —Dijo una voz que sorprendió a todos.
Sentado en el suelo y recostado contra uno de aquellos gigantescos árboles se hallaba un anciano de mejillas sonrosadas, largos cabellos blancos y una erizada barba también de un blanco espectacular. Vestía, así mismo, una túnica de pálidos colores y sostenía, apoyado en sus rodillas, un viejo cayado de madera.
—Todo es posible en este lugar, maese Aidam —el anciano se incorporó con dificultad.
—¿Me conocéis? —Preguntó este, aturdido.
—Os conozco muy bien. En realidad os conozco a todos, incluso al maese Hugh que ha quedado aguardando afuera junto a mi querido Hyerom.
—¿Sois el anciano de la montaña? —Preguntó Ashmon.
—Me conocen por ese nombre y por muchos otros. Soy quien habéis venido a buscar.
—¡El dios Thanassos! —Masculló Sheila y el anciano sonrió.
—Así es, mi querida Khalassa. Ese mismo soy yo.
—Siento deciros que no soy una Khalassa. Ya no.
—¡Oh! Cuanta decepción siento al escuchar eso. Yo estaba seguro de que lo seguías siendo, aunque si tú lo dices, tendré que replanteármelo. Se nota que estás muy segura de ello, ¿no es así?
—¿Qué queréis decir? —Preguntó Sheila.
—Quiero decir que no importa lo que uno crea sobre sí mismo, sino lo que en realidad es. Mira a este niño, ¿Rourca, verdad? —El anciano le sonrió y Rourca pegó un bote al escuchar su nombre—. Él nunca ha sentido ser un paria, ni un vagabundo como su padre. En su fuero interno se ve como el gran guerrero que llegará a ser algún día. ¿No lo creéis? Aguardad y lo veréis.
—Dijeron que ya no podía seguir siendo una Khalassa, ellos lo dijeron.
—Y tú les creíste.
—¿Cómo no iba a creerles?... Shorum...
—Shorum es un buen tipo, pero algo remilgado para mi gusto —Le interrumpió el anciano con una sonrisa—. Quien fue Khalassa, lo seguirá siendo hasta el fin de los tiempos.
—Pero mi magia se esfumó...
—¿Seguro? Has intentado crear magia después de lo que te dijeron o simplemente pensaste que era cierto y tú te conformaste con ello.
—Yo... Nunca he vuelto a intentarlo.
—Pues ya va siendo hora de que lo hagas, joven Khalassa... —El anciano se volvió hacia todos y los escrutó uno por uno—. Muy bien, si estáis todos de acuerdo, os mostraré mi reino.
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El secreto del dragón. (terminada)
Fantasía«Un enemigo venido de muy lejos destruirá el mundo. Un dragón resurgirá del caos. Una joven recuperará la sabiduría perdida. Una niña unirá luz y oscuridad y ambas partes lucharán contra el mal. Revela el secreto del dragón y las tinieblas serán der...