24. El mal nunca se combate con el mal

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Thanassos volvió a aparecer en la cabaña y aguardó a que Aidam y Ashmon decidieran entre ellos quién de los dos acudiría con él en primer lugar

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Thanassos volvió a aparecer en la cabaña y aguardó a que Aidam y Ashmon decidieran entre ellos quién de los dos acudiría con él en primer lugar. Fue Aidam quien se decidió.
Thanassos posó una mano en su hombro y le instó a acompañarlo. Aidam no se resistió, aunque en su interior era un mar de nervios. Juntos llegaron hasta la cima de una colina desde la cual se oteaba un magnífico paisaje del reino.
—¡Este sitio es magnífico! —Exclamó Aidam, casi sin palabras.
—Lo es. Es mi preferido —dijo Thanassos. Esta vez su imagen no mudó y siguió siendo un anciano de cabellos y barba canosos.
—Permíteme tomar tu mano, guerrero.
Aidam se la entregó reticente. No sabía qué podía descubrir aquel anciano en su interior, lo que intuía era que no iba a gustarle lo que le dijera.
Thanassos cerró los ojos y frunció el ceño.
Mala señal, pensó Aidam.
—Valeroso, noble, servicial, leal para con sus amigos —recitó el anciano—. Tus dones superan tus fallas, amigo mío...
—Yo no lo creo.
—¿Qué esperas que encuentre en tu interior, Aidam?
—A un ser malvado.
—¿Eso crees ser?
—Cometí actos terribles, mi señor...
—Y también actos muy nobles, Aidam. La balanza está equilibrada.
—¿De veras? Yo... Yo pensé...
—¿Importa algo lo que tú pienses o lo que tu corazón ya ha dictaminado?
—Creía ser vil y despreciable... Todas esas vidas destrozadas...
—La inconsciencia no es un pecado. Rehacer tu vida, en cambio, sí que es un don.
—Me aliviáis, mi señor... Me imaginaba ya en el infierno.
—El infierno es aquel lugar por el que antaño transitaste. Ya lo abandonaste tiempo atrás. Ahora sí me perdonas he de reunirme con otra persona. Disfruta del paisaje, Aidam, pues te lo has ganado.

Thanassos volvió a entrar en la cabaña y al verle, Ashmon retrocedió.
—Preferiría no ir —dijo.
—No tienes opción Ashmon —contestó el anciano.
Resignado, el nigromante dejó que Thanassos le tomase del brazo. Le guio hasta el borde de un precipicio desde el que podían verse unas vistas fabulosas, pero que Ashmon no supo apreciar.
—Este lugar es muy peligroso —dijo, con la voz entrecortada.
—Sí y también es mi preferido. Permíteme que lea tu corazón.
—No creo tenerlo, anciano.
—Eso lo decidiré yo —Thanassos tomó la mano de Ashmon y dio un paso hacia el precipicio, arrastrándole.
—Veo maldad y dolor, veo ira y cólera...
—Os lo dije.
Thanassos avanzó otro paso hacia el borde del abismo que se abría a sus pies.
—Has errado tantas veces y en tantas ocasiones... —dijo, aún con los ojos cerrados y con la mano del nigromante presa entre las suyas —. Has cometido actos tan impuros...
Ashmon empezó a temblar. El precipicio estaba a un metro escaso de ellos y temía que el anciano lo arrojase a él.
—Todavía no confías.
—¿En quién, mi señor?
—En ti mismo. Todavía no lo haces.
—No sé a qué os referís...
—Sabes muy bien a qué me refiero. ¿Crees en el castigo, Ashmon?
El nigromante dio un tirón tratando de soltarse, pero fue incapaz de lograrlo. Aquel anciano poseía una fuerza increíble.
—¿E-el castigo? Mi señor.
—Sí, pareces anhelarlo.
Thanassos dio un paso más y otro después.
—¿Pretendéis arrojarme al vacío?
El anciano de la montaña abrió los ojos y Ashmon vio fuego en ellos.
—No —respondió un segundo después, con total naturalidad—. Eso ya lo hiciste tú mismo.

Al anochecer todos se reunieron en la cabaña. Ninguno faltaba y todas las miradas se posaron en Ashmon que se hallaba sentado y silencioso en un rincón.
—Aún sigo aquí —dijo.
—Y nosotros nos alegramos de ello —contestó Sheila.
La joven no llegó a ver la mirada que este la dirigía. Una mirada que variaba entre el asombro y la duda.
—Todos se alegran por ti, Ashmon —dijo Thanassos entrando por la puerta—. Lo sé, puedo leerlo en sus corazones.
Ashmon bajó la vista, avergonzado y volvió a sumirse en su mutismo.
—Bien, amigos míos. Como al parecer todos habéis superado la prueba, este reino os acoge con los brazos abiertos, podéis formularme cuantas preguntas deseéis.
—La única duda que tengo, mi señor...
—Prueba a llamarme por mi nombre, Aidam, descubrirás que no es tan difícil como parece —le interrumpió.
Aidam sonrió y asintió a un tiempo.
—Mi duda, Thanassos, es qué vamos a hacer a continuación.
—Regresar. Volveréis a vuestro mundo, claro está. Pero antes de eso yo os entregaré lo que habéis venido a buscar.
—El secreto del dragón —dijo Sheila.
—Exactamente, es lo que buscáis, ¿no?
—Así es —replicó Aidam—. Debemos evitar a toda costa que Akheronte logre hacerse con él.
—Sí, sería algo muy bueno si lo impidierais. Akheronte es la oscuridad. En él no queda lugar para la luz, pero en esta guerra que se avecina nadie conoce aún el resultado, ni siquiera él.
—¿Tampoco vos? —Preguntó Sheila—. Siendo un dios.
—Hasta los dioses tienen sus límites, Sheila. Hasta donde sé solo puedo deciros que la partida está en juego y que el resultado me es desconocido. Vosotros, las piezas de este tablero, en el que ahora jugamos, seréis quienes decidáis la victoria. A mí no me está permitido intervenir... Claro que, sí puedo ayudaros. Al igual que otros dioses ayudan a vuestros enemigos.
—¿Y cómo vais a hacerlo? —Quiso saber Aidam.
—Muy fácil, entregándoos un arma con la que derrotar a la oscuridad. Un arma que ya poseéis, aunque a veces dudéis tener. Un arma que no está fabricada en frío acero, pero que es aún más resistente que este metal. Un arma que por mucho que la uséis nunca se desgastará. Un arma cuyo poder es inmenso...
—¿Qué clase de arma es esa? —Preguntó Shyrim con curiosidad.
—Vuestro coraje y vuestro valor —Thanassos iba mirándolos a todos, uno por uno, mientras hablaba—. Vuestra determinación y vuestra lealtad para con los otros, vuestra humildad y vuestro tesón y también, por supuesto, vuestra amistad. No existe un arma más poderosa que esta.


El secreto del dragón. (terminada)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora