24. La ceremonia

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La fortaleza de Akheronte —pues de eso se trataba, de una auténtica fortaleza—  no distaba mucho del poblado de los Swirkands, la tribu que nos había acogido como sus aliados

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La fortaleza de Akheronte —pues de eso se trataba, de una auténtica fortaleza—  no distaba mucho del poblado de los Swirkands, la tribu que nos había acogido como sus aliados. Kyulr, el guerrero que conocimos al llegar, se ofreció para llevarnos a verla.
El inmenso bastión se elevaba sobre una formación rocosa alta y muy escarpada, que se asemejaba a la cabeza de un dragón con sus fauces abiertas y dispuesto a devorar a quien se acercase.
—Va a ser difícil entrar ahí sin ser visto—musitó Aidam, pensativo.
—No ser difícil —dijo Kyulr—. Conocer entrada secreta. Muchas veces yo ir, rescatar esclavos de mazmorras.
—¿Tienen a vuestro pueblo esclavizado? —Pregunté a nuestro guía.
—Tener a cientos de amigos prisioneros. Trabajar buscando minerales en mina, después regresar a mazmorras.
—¿Minerales?
—Gemas. Ellas dar poder a titán. Titán ser muy poderoso, pero no ser inmortal. Yo matar algún día.
Sí, pensé. Esa también era nuestra intención, sin embargo no iba a resultar sencillo hacerlo.
—¿Cuántos guardias hay en la fortaleza? —Preguntó Aidam.
—Muchos. Jumiliar gneru shy gniei.
Ha dicho diez veces cien —traduje.
—¿Tantos? Eso es todo un ejército.
Efectivamente. Un millar de soldados era una cifra desorbitada para un pequeño grupo como el nuestro.
Kyulr se agachó y dibujo en el suelo el plano de la fortaleza. Tenía la forma de un cuadrilátero, con distintas ramificaciones que partían de un mismo punto y que luego volvían a encontrarse en el punto de partida. Me dio la impresión de estar viendo el esqueleto de un gigantesco monstruo.
—Guardias estar aquí —señaló un punto del suelo— y prisioneros aquí— este último punto estaba relativamente alegado del primero.
—¿Y cuántos vigilan las mazmorras?—Preguntó de nuevo Aidam.
—No más de veinte —contestó el reptiliano.
—Veinte soldados —murmuró mi compañero—. Eso es más aceptable.
—¿No pretenderás entrar ahí? ¿Por qué te interesan tanto las mazmorras? —Pregunté yo.
—Porque si liberamos a los prisioneros podremos formar un pequeño ejército.
—¿Un ejército? Seguramente estarán enfermos y famélicos, ¿cómo crees que puedan ayudarnos?
—Habrá enfermos, no lo dudo —dijo Aidam—, pero también estarán desesperados por huir y harán cualquier cosa si ven la oportunidad de escapar de ese lugar.
Llevaba razón. La gente desesperada podía volverse muy peligrosa, aunque seguía pensando que se trataba de una locura y así se lo dije a mi amigo.
—Ya sabes que las locuras son nuestra especialidad —contestó él con una sonrisa en la que había de todo menos humor.

Al regresar a nuestro campamento, encontré a Milay charlando con varias mujeres adolescentes de la aldea. Ellas la observaban con especial curiosidad y también con una pizca de temor.
—Al parecer mi raza forma parte de sus leyendas —me explicó Milay—. Dicen que antaño, unos dioses felinos llegaron de las estrellas y trajeron la cultura a su pueblo.
Observé como las mujeres lagarto parecían reverenciar a mi esposa y cómo escuchaban sus palabras con devoción.
—Creen que soy algo así como una diosa y por ende los demás sois mis esclavos.
—En eso tienen razón —bromeé—. Yo soy tu esclavo más sumiso.
—¿Tú también me consideras una diosa? —Preguntó ella, siguiendo la broma.
—La diosa de mi corazón —dije muy serio y escuché a Milay reírse a carcajadas.
Las demás mujeres la imitaron, riendo sin saber cuál era el chiste.
Milay me abrazó y luego me besó en los labios.
—Eso ha sido muy galante, esposo mío.
—No es más que la verdad.
Una de las mujeres, la que parecía más joven, se acercó hasta Milay y la entregó un objeto de tela, mientras inclinaba la cabeza con respeto.
Whula inkyray meresher—dijo.
—Es un regalo para ti. Un vestido ceremonial —traduje para mi mujer.
—¿Un vestido? ¿Para mí?
—Sí. Me da la impresión de que van a celebrar una ceremonia en tu honor.
Milay se volvió hacia las mujeres e inclinó su cabeza.
—Gracias —dijo—. Será un honor para mí llevarlo puesto.
Yo les traduje la respuesta de Milay y ellas sonrieron con picardía, mientras hablaban entre ellas tan rápido que no logré entender nada. Lo que sí llegué a entender era que algo tramaban.

Sheila se había sentado junto a Shyrim, mientras compartíamos la cena con Akhrys, nuestro anfitrión. La jovencita apenas hablaba con nadie, salvo con Rourca, e incluso con él mantenía las distancias.
—¿Te encuentras bien? —Le preguntó mi hija y ella asintió con la cabeza.
—Estoy bien, tía Sheila. Tan solo echo de menos a mamá. A ella le hubiera emocionado estar aquí.
—Sí, tienes razón. Acthea disfrutaba con nuestras aventuras, pero tú no pareces hacerlo.
—Tengo miedo —dijo Shyrim y Sheila la observó con atención—. Tengo miedo de que a papá, o a ti, o al maestro Sargon o a cualquiera de los demás les suceda algo malo.
—Lo entiendo, Shyrim, pero con miedo no se puede vivir. Yo también temo que algo malo suceda, pero trato de no pensar en ello.
—¿Y cómo lo haces?
—Centrándome en el aquí y el ahora... Por cierto, Rourca no hace más que mirarnos.
El muchacho las espiaba desde el otro extremo de la larga mesa frente a la que nos encontrábamos sentados.
—Es un buen amigo.
—Amigo y algo más, ¿no? Esa forma de mirarte no es la de un amigo.
—Es mono y...
—Te gusta, ¿verdad? —Le preguntó Sheila.
—Sí, aunque ahora no tengo tiempo para pensar en eso.
—Pues él no va a rendirse.
Shyrim se volvió para mirar a Rourca y le dedicó una sonrisa. El muchacho enrojeció como un tomate.
—Sí, es muy mono —afirmó Sheila, sonriendo—. Yo de ti no le haría esperar, no vaya a ser que se canse.
—Papá nunca lo ha hecho —dijo Shyrim.
—¿Qué no ha hecho? —Preguntó Sheila confusa.
—Cansarse de ti. Yo también he notado sus miradas. Te quiere. Te quiere tanto como quería a mamá.
—Eso no es cierto, Shyrim —protestó Sheila muy confundida—. Tu padre amaba a tu madre y nunca...
—Sé que la quería, pero a mí no me importa que papá sienta también algo por ti, tía Sheila —dijo la jovencita—. Tampoco me importaría tenerte como madre.
—Y-yo, no sé de qué estás hablando.
Shyrim sonrió.
—Yo creo que sí que lo sabes.

Milay no había acudido a la cena y yo empecé a preocuparme. Pedí disculpas y me acerqué hasta la cabaña que nos habían asignado. Allí la encontré, sentada en un rincón.
—¿Qué te ocurre? ¿Por qué no has ido a cenar? —Le pregunté.
—Por esto, Sargon —dijo ella levantándose, mientras me mostraba el vestido que llevaba puesto, el mismo que le habían regalado esa mañana—. ¿Cómo quieres que me presente ante todos con este vestido?
Comprendí al fin. El vestido en sí, era precioso; corto, muy corto y dejando al descubierto ciertas partes de la anatomía femenina que no solían mostrarse en público, pues estaba diseñado para algo muy específico.
—Es un vestido muy bonito —dije yo con una pícara sonrisa.
—Es el vestido que usan para sus ceremonias de fertilidad —dijo ella.
—Ya me he dado cuenta —dije—. Y seguro que funciona. De todas formas tú nunca has sentido el mínimo pudor por mostrar tu cuerpo.
—Eso era antes, Sargon, cuando era una salvaje.
Era cierto, desde que Milay se civilizó usaba los mismos vestidos que podía usar Sheila o cualquier otra fémina.
—Tú siempre serás mi pequeña salvaje —dije, tratando de evitar el drama.
—¿Sabes en qué consiste la ceremonia de esta noche? —Me preguntó ella y yo negué con la cabeza—. Pues imagínatelo.
Me lo imaginé, y lo que vi me llenó de espanto.
—¿Estás sugiriendo q-que tú y-y yo hagamos eso?... ¡Delante de todos...!
—En eso consiste la ceremonia de fertilidad. La diosa, o sea yo, será fecundada por su cónyuge sobre un altar, para que las demás mujeres de la tribu puedan ser fértiles.
—¡De eso nada! —Grité—. Ya puedes quitarte ese vestido...

Regresamos al convite minutos más tarde. Milay llevaba puesto uno de sus vestidos, pero yo aún seguía escandalizado por la pretensión de aquellos salvajes.
—¿Dónde estabais? —Nos preguntó Aidam—. No estaríais haciendo manitas, ¿verdad?
—¡Déjalo, Aidam! —Gruñí molesto.
—Solo era una broma, hombre. Mira llegáis a tiempo para la ceremonia.
Varias mujeres de la aldea, ataviadas con unos vestidos que yo ya conocía, subieron a un estrado y se mecieron sinuosas con la música que una pequeña banda estaba interpretando. La música era dulce y sensual, muy apropiada para la ceremonia en cuestión.
—Yo de ti mandaría a Shyrim a la cama —le dije a Aidam—. Ella aún es muy niña para ver ciertas cosas...
—¿De qué cosas hablas, Sargon?
Aidam se fijó en las mujeres reptiles, en su provocativo baile y en lo sugestivo de sus vestidos y adivinó de qué se trataba.
—Shyrim, Rourca, Runa por favor id a vuestros cuartos.
Shyrim le miró molesta, pero después  comprendió lo que estaba a punto de suceder en aquella tarima, sobre la cual bailaban aquellas mujeres y desorbitó los ojos.
—¡Vámonos Rourca! —Dijo, tomando de la mano a su amigo y tirando de él.
—Pero yo quiero verlo —protestó el muchacho, mientras era arrastrado contra su voluntad.
—Yo me quedo —dijo Runa—. No soy ninguna niña.
Varios jóvenes varones subieron también al estrado y bailaron junto a las hembras, el ambiente se estaba volviendo tórrido por momentos.
—¿Qué me dices de ti, Sheila? —Preguntó Aidam, algo acobardado—. No creo que tú debas...
—El sexo no me asusta, Aidam —dijo ella molesta—. ¿Y a ti?
—N-no, no, claro que no.
—Pues no lo parece. ¿Sabes? Quizá debería subir ahí y ver si alguno de esos jóvenes se interesa por mí... Puede que alguno de ellos tenga el suficiente valor para atreverse a hacer lo que piensa.
—No sé de qué estás hablando, Sheila —murmuró Aidam.
—¿Ah, no? Pues yo creo que sí.
Sonreí ante la audacia de mi hija y me pregunté qué tramaba.
—¡Hombres, todos sois iguales! —Sheila se levantó y abandonó la fiesta.

El secreto del dragón. (terminada)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora