5. En manos del enemigo.

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Había subido de nuevo a las almenas, desde donde divisaba por completo al ejército enemigo y me preparé para crear la distracción que ayudase tanto a Aidam, como a mi hija Sheila a detener el avance de las hordas de Akheronte

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Había subido de nuevo a las almenas, desde donde divisaba por completo al ejército enemigo y me preparé para crear la distracción que ayudase tanto a Aidam, como a mi hija Sheila a detener el avance de las hordas de Akheronte. De todas formas me hubiera gustado contar con algo más de ayuda, pero tanto los magos de la ciudad, como sus aprendices se encontraban muy lejos de este lugar. Los dragones que nos atacaban les habían alejado de esta zona, por la que el enemigo pretendía invadirnos, dejando desprotegida la puerta norte. Un fallo que podía costarnos muy caro.
Me asomé, tratando de que nadie me viese y busqué con la mirada a Sheila y a Aidam. Uno de aquellos soldados, ataviado con una coraza oscura y cubierto el rostro por el yelmo hizo un gesto en mi dirección al verme. Esa era la señal que andaba aguardando.
El cielo se iluminó de repente cuando mi hechizo llegó a su fin. Varios rayos iluminaron la oscuridad y algunos de ellos impactaron contra el suelo y nuestros enemigos, creando la distracción perfecta. La magia que había desplegado no era letal, tan solo algo de pirotecnia, pero aquellos mercenarios no tenían por qué saberlo y corrieron en desbandada. Un movimiento, a mis pies, me hizo prestar atención a lo que sucedía. Dos soldados habían llegado junto al ariete, que por unos segundos había quedado desprotegido, haciendo rodar varios grandes toneles. Uno de ellos llevaba un hacha con la que destrozó los toneles, derramando su viscoso contenido; el otro llevaba una antorcha que dejó caer sobre el líquido inflamable. Las llamas se alzaron impetuosas sobre el ariete que comenzó a arder con furia desatada. Uno de los saboteadores alzó su mano y me saludó, un segundo después se dejó engullir por la oscuridad.
—Ten mucho cuidado, Sheila —musité.

—El niño tampoco es imprescindible —dijo Hades—. Deshaceos de él.
Sahsah sonrió divertida, mientras Shyrim se revolvía en sus brazos y gritaba con todas sus fuerzas.
—¡Nooo! ¡Dejadle!
Voltrux agarró a Rourca por el pescuezo y le hizo ponerse de rodillas frente a Hades. Esta aún tenía en su mano la daga manchada con la sangre de Hugh.

—Degolladle, ¿a qué estáis esperando?

—No es más que un crío —protestó Voltrux—. No supone ninguna amenaza.
—No pensaba que un experimentado asesino como tú tuviera remordimientos —replicó Hades—. ¡Haz lo que te digo! O tú serás el siguiente.
Voltrux tomó la daga de la mano de Hades, enojado.
—Lo siento, chaval —dijo, mientras hundía la hoja en el vientre de Rourca.
—¡Asesinos! —Gritó Shyrim, llorando a lágrima viva—. ¿Qué habéis hecho?
El muchacho cayó al suelo de rodillas, retorciéndose de dolor, mientras a Shyrim y Dragnark les obligaban a montar en un mismo caballo. La niña se reveló con todas sus fuerzas, por lo que Hades no tuvo más remedio que golpearla con fuerza. Desvanecida, Dragnark se encargó de sostenerla entre sus brazos para que no se cayese del caballo.
—Yo no os daré problemas —dijo el nigromante.
—Eso espero —dijo Hades, sin prestarle atención.
Las cinco monturas se pusieron en marcha, alejándose de la ciudad donde todavía se desarrollaba una cruenta batalla.
Rourca esperó a que los asesinos se hubieran marchado para levantarse. Estaba asombrado de seguir con vida, por lo que alzó su camisa para comprobar su herida, que no era más que un rasguño. El asesino le había susurrado unas palabras en voz muy baja, antes de simular atravesarle con su arma. Dijo: Hazte el muerto. Lo que Rourca hizo sin dudar. Por una causa u otra, el asesino no quiso matarle y eso era un verdadero alivio para él. Ahora debía buscar ayuda, pero antes de eso buscó, hasta encontrar, el cuerpo del gigantesco orco.
Rourca se aproximó hasta él y nuevamente asombrado comprobó que aún respiraba. Hugh abrió el único ojo que tenía servible y observó al muchacho que estaba pálido como un lienzo.
—No me mires así, todavía no estoy muerto.
—¡T-tu cara! —Exclamó Rourca.
El rostro de Hugh era un amasijo de carne desollada, sangre y heridas.
—Podría ser peor. Aún tengo un ojo sano.
—Creo que voy a desmallarme.
—De eso nada. Tenemos que encontrar a Aidam y a Sheila. ¡En marcha!
Hugh parecía inmune al dolor. A Rourca, en cambio, le temblaban las piernas cada vez que lo miraba.
—Deberíamos buscar a alguien que te cure —dijo el muchacho—. ¿No te duele?
—¡Claro que duele! ¡Duele un montón! Pero no hay tiempo de preocuparse por ello. Shyrim está en peligro. Esos asesinos la llevarán junto a Akheronte y entonces estará perdida. Camina o tendré que arrastrarte...
Rourca no dijo nada más. Ambos caminaron hacia la puerta norte de la ciudad, donde podía verse una inmensa columna de humo aún en la más completa oscuridad.
—Eso debe de ser obra de Aidam —señaló el orco—. Creo que están muy cerca.
Dos soldados enmascarados les dieron el alto y Rourca corrió a esconderse tras el gigante.
—¿Quiénes sois vosotros? ¿Dónde vais?
—Soy el segundo de la lugarteniente Hades —explicó Hugh, con total entereza.
—¿Qué te ha pasado en la cara? —Le preguntó uno de los soldados.
—Metí la pata y... Ya veis. Mi ama tiene muy mal genio.
—¿Hades te hizo eso?
—Sí. Preguntaba demasiado, según ella.
Los dos soldados enmudecieron de repente. Otros dos, estos de un rango más elevado al parecer, pues sus armaduras los distinguían de los demás, llegaron junto a ellos.
—Nosotros nos haremos cargo, caballeros —dijo uno de los recién llegados—. Podéis iros.
—A sus órdenes, mi comandante —dijeron ambos soldados desapareciendo de su vista.
Uno de los comandantes se acercó hasta Hugh y el muchacho y se quitó el casco.
—¡Aidam! —Exclamó el gigantesco orco—. ¿Eres tú?
—¿Qué ha sucedido, compañero? ¡Tu rostro!
—Hades y las sombras nos pillaron por sorpresa —contestó Hugh.
—¿Y Shyrim?
—Se la llevaron... Lo siento, Aidam, no pude impedirlo.
—¿Qué es lo que te han hecho, amigo mío? —Preguntó Sheila, mientras observaba su rostro—. Estás gravemente herido. Debemos curarte.
—No hay tiempo, Sheila —dijo Hugh—. Hemos de alcanzarlos antes de que sea demasiado tarde.


Shyrim recuperó el conocimiento en los brazos de Dragnark.
—¿Estás bien? —Le preguntó.
La niña no contestó, abrió los ojos y lo recordó todo, echándose a llorar de nuevo. Hugh había muerto y Rourca, el maravilloso Rourca también. Él no se merecía una muerte así... Aquello era muy injusto y sus asesinos lo pagarían muy caro.
—Mi padre los matará —murmuró entre dientes, sin embargo el nigromante la escuchó.
—Tu padre no está aquí —dijo—. Solo estamos tú y yo y tenemos que sobrevivir.
Shyrim le miró por el rabillo del ojo y siguió sin contestarle.
—¿Me estás escuchando, pequeña? Van a llevarnos junto al ser más malvado que hallamos conocido y es muy probable que nos maten... Tienes que luchar.
—¿Qué te importa si me matan? —Replicó Shyrim—. Tú mismo querías matarme antes.
—Yo nunca he querido matarte —explicó el nigromante, aunque en voz tan baja que Shyrim casi no le escuchó.
—Mi padre vendrá a buscarme y acabará con ellos.
—Es muy posible. Conozco el temperamento de tu padre y no se detendrá ante nada, pero hasta que él llegue debes luchar por conservar la vida... Escucha atentamente, tengo un plan.
—Yo también tengo un plan —dijo Shyrim para sí misma y está vez el nigromante no llegó a escucharla.

El secreto del dragón. (terminada)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora