«Un enemigo venido de muy lejos destruirá el mundo.
Un dragón resurgirá del caos.
Una joven recuperará la sabiduría perdida.
Una niña unirá luz y oscuridad y ambas partes lucharán contra el mal.
Revela el secreto del dragón y las tinieblas serán der...
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—¿Estás ahí, Shyrim? —Dragnark había gritado con todas sus fuerzas para hacerse oír por la niña, pero quien sí le oyó fue Helkhar, que vigilaba a ambos. —Mantén la boca cerrada, nigromante o tendré que cortarte la lengua —gritó el asesino, mientras aporreaba la puerta de la celda. —Es solo una niña. Debe de estar muerta de miedo. —¿Y qué puede importarme eso a mí? ¡Ahora, silencio! Shyrim no estaba muerta de miedo, tal y como el viejo brujo presumía. Tampoco estaba asustada por encontrarse en la más completa oscuridad. En realidad lo que estaba era muy furiosa. La niña había sacado el orbe que su padre la había entregado y lo hacía girar entre sus dedos, pensando en qué utilidad sacarle. Aparte de arrojárselo a sus enemigos como si de una piedra se tratase, no sabía para qué otra cosa podía servirle. Ella no era capaz de recitar el encantamiento que hubiera podido activar aquel objeto, puesto que no lo conocía. Y de conocerlo tampoco creía ser capaz de ponerlo en funcionamiento. Desesperada, estuvo a punto de arrojar el orbe al suelo, cuando este emitió un velado resplandor. —¿Qué...? —Susurró la niña, pues había creído escuchar unas palabras—. ¿Estás hablándome? Shyrim permaneció atenta a las palabras que solo ella podía escuchar y de vez en cuando asentía, al comprender lo que el orbe estaba proponiéndole hacer. —Muy bien... Lo haré —dijo, y una sonrisa iluminó su rostro en la oscuridad.
—Es ahí —señaló Hugh. Les había guiado hasta allí con toda la prisa de que fue capaz. —¿Estás seguro? —Preguntó Aidam. Lo único que podía ver en aquel desolado paisaje eran las ruinas de un viejo edificio. Un desperdigado montón de piedras que no sugerían ningún tipo de estructura. —Lo estoy. Es el templo de Akheros, o lo que queda de él y donde mantienen retenida a Shyrim y al nigromante. —Entonces debemos entrar —se impacientó el guerrero. —Te das cuenta de que es una trampa, ¿verdad? Hades me ha dejado con vida para que yo pudiera traerte hasta aquí. Ella no suele dejar las cosas inconclusas. —¿Y qué si lo es? Shyrim está ahí y no dejaré de remover piedra sobre piedra hasta que la haya encontrado. ¿A qué esperamos? —No creo que Rourca deba entrar ahí, ni tampoco Hugh —dijo Sheila y Aidam se dio cuenta de que llevaba razón. —Está bien. Se quedarán aquí. ¿Tú vienes, Sheila? —Por supuesto —contestó ella—. Alguien debe pensar con frialdad o te meterás de cabeza en una trampa. Aidam sonrió. —Mi bella guardaespaldas —dijo el guerrero, sonriendo a su vez—. Que suerte tengo de tenerte a mi lado. —Es algo recíproco, Aidam —. Reconoció mi hija—. Ahora entremos, pero vayamos con cuidado. Aidam asintió y ambos se acercaron hasta las ruinas en completo silencio. Unos metros más adelante, Aidam alzó su mano, deteniéndose. —Ahí veo una entrada—señaló—. Creo que el templo es subterráneo. —Sheila afirmó con la cabeza, mientras desenvainaba silenciosamente sus dos espadas. —Tú primero, Aidam. El guerrero sonrió mientras desnudaba su arma. El túnel se internaba en la oscuridad un centenar de metros, pero nuestros amigos continuaron sin encender ningún tipo de luz que pudiera traicionarles. Al cabo de unos segundos llegaron hasta una pared que les bloqueaba el paso. No parecía haber ninguna puerta y ambos se preguntaron si habían escogido bien su camino. Tras unos segundos de indecisión, Aidam se dio cuenta de algo y una cínica sonrisa iluminó su rostro. El guerrero señaló al techo y Sheila pudo advertir un hueco que había pasado desapercibido para ella. Aidam trepó de un salto y una vez arriba tendió su mano para ayudar a la joven. Después continuaron su camino a través de un túnel que les obligó a mantenerse encorvados. Varias ventanas, clausuradas con gruesas rejas, se abrían a ambos lados del pasillo. A través de ellas no lograba verse nada, pues la oscuridad era casi total. —Es un sitio idóneo para una trampa —masculló Aidam, sin dejar de sonreír. —¿Qué es lo que te hace tanta gracia? —Le preguntó Sheila. Ella no veía el lado divertido del asunto por ninguna parte. —Estoy saboreando el momento en que pueda poner mis manos sobre los que han secuestrado a Shyrim. Te aseguro que ellos tampoco se van a reír mucho. —Antes hemos de encontrarlos. Un siseo, como el de una maquinaria al activarse, les alertó y Aidam se volvió hacia Sheila. —Creo que ya lo hemos hecho.
Shyrim se había puesto en pie en el reducido espacio de su celda y aporreó la puerta con todas sus fuerzas. —¡Quiero salir de aquí! —Gritó hasta desgañitarse. Helkhar, malhumorado, se acercó hasta la puerta de la niña y la abrió de golpe. —¡Deja de gritar, mocosa! —Gritó él a su vez—. ¿Qué te sucede?
—¡No puedo estar aquí! ¡Odio la oscuridad!
—Ya, claro. Y a mí me gustaría ser más alto y más guapo, pero ya ves.
—Si no me dejas salir, tendré que usar mi magia —amenazó Shyrim.
Helkhar la observó con curiosidad, la magia nunca le había gustado, pero aquella niña no era una maga.
—Creo que me arriesgaré —dijo el asesino. De un fuerte empujón intentó cerrar la puerta de la celda de nuevo, pero Shyrim la bloqueó, impidiéndole cerrarla.
Helkhar desenvainó su espada con rapidez y la niña vio como el filo del arma se apoyaba en su garganta. El orbe había escapado de sus manos, rodando hasta los pies de Helkhar.
—¡Vaya plan! —Murmuró la niña entre dientes—. ¡Un plan genial!
—¿Qué es ese ruido? —Preguntó Sheila y Aidam se encogió de hombros. —No lo sé —dijo—. Pero hemos de salir de aquí de inmediato o nos cazarán como a ratas. El guerrero se acercó hasta una de las ventanas enrejadas que había cada pocos metros y se aferró a los barrotes, empujándolos con fuerza. —Creo que cede —dijo Aidam, imprimiendo más fuerza en su labor. Al cabo de un instante la reja cedió y se precipitó al vacío—. ¡Ups! No he podido sujetarla. —Sí no sabían que estábamos aquí, ahora lo sabrán —dijo Sheila, cuando escuchó el estrépito que la reja de hierro produjo al chocar contra el suelo varios metros más abajo. —Culpa mía —masculló Aidam—. Veamos a dónde conduce este hueco. El guerrero se internó por el agujero y se perdió en la oscuridad.