CATORCE: Bajos instintos

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La comida estaba deliciosa, pero la compañía no fue tan confortable como esperaba, si no hubiera sido por la banda y los murmullos que creaban las conversiones a nuestro alrededor, el silencio hubiese abrumado a mi pobre cerebro ya magullado.

El mesero retiró nuestros platos y él bebió de su vaso, sin mirarme. Estiré mi brazo para tomar mi copa de vino; extrañaba demasiado su sabor. Solo falta esperar el postre para poder irnos y, por fin, descansar de este largo día.

—Agradable música, ¿no?

Él me miró por fin y asintió, sin decir ni una sola palabra. Me estaba hartando de esta situación, tanto que cuando el mesero colocó una copa de fresas con crema en la mesa, me levanté y marché. Si quería comer en silencio, genial, lo dejaré solo para que lo haga.

¡Puse en peligro mi vida por él y no puede hacer el maldito esfuerzo de fingir que le interesa mi compañía!

Sí, él luchó con un loco, pero yo no le dije que me ocupara de coartada en la desaparición de una chica a la cual solo vi unos segundos. Yo podría haber continuado con mi vida sin volver a pisar un club de mala muerte o apostar en juegos de azar; solo quería graduarme de la universidad lo más pronto posible para volver a casa con mi padre, mi familia, pero ahora ya no puedo ni marcarle porque me alejó para no meterme en más problemas y aquí estoy yo, envuelta en un posible homicidio.

Otro. Mi único consuelo es que de este no me siento culpable, pero sé que lo haré si le doy la espalda. Además, las leyes me verían culpable por complicidad si Baruc llega a ser acusado de asesinato.

Demasiadas cosas para mi pobre alma en desgracia.

El viento de septiembre golpeó mi rostro al salir del restaurante y por unos segundos tuve frío, pero no tenía motivos para regresar a una mesa donde solo reina el silencio.

Estoy acostumbrada a sus largos momentos en silencio por el tiempo que pasamos juntos en su casa, sin dirigirnos la palabra, haciendo cualquier cosa para no caer en la locura; y es normal, porque no hay nada de qué hablar, pero..., sigue sin haber nada de lo cual conversar que no sea Gilda.

No sé a dónde me dirigían mis piernas, pero tampoco me importó cuando visualicé el lago a la distancia. Lo mejor es largarme del club, curarme la maldita rozadura de la bala y dormir un poco, intentando no pensar en este día tan caótico.

Sin embargo, mis planes de irme se ven frustrados cuando cuatro siluetas al otro lado del pequeño lago se adentran en el bosque.

—Los Otelo. —Salté en mi lugar, llevándome la mano al pecho y girando hacia Baruc.

—Eres muy sigiloso cuando te lo propones —murmuré dándole la espalda—. ¿Qué hacen aquí?

—Es el club de su familia, Trulio lo ocupa de tapadera, pero sigue siendo parte de la franquicia.

—¿Viven aquí? —Estreché mis ojos para intentar ver más allá, siguiendo sus espaldas, pero me era imposible con la escasez de luz que había de ese lado.

—Hacía allá está su casa, sí —asintió y yo fruncí el ceño.

—¿Por qué vivir dentro de un club? —susurré. La mano se Baruc se colocó sobre mi hombro y lo miré.

—Créeme, Alisha, Trulio es el primo más decente.

No pude creer en sus palabras, porque ninguna persona decente cría quebrantahuesos para ocultar los homicidios dentro de sus instalaciones. Una persona decente no incentiva las perversidades de las demás personas.

—Olvidaste tu postre. Me lo habría comido, pero la crema tiene lactosa. —Sonreí y lo miré. Acepté la copa con las fresas y me senté en el pasto que por suerte no estaba húmedo, a la vez que observaba las ondas del agua que se crean con el viento.

Perfectamente caóticosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora