NUEVE: No confíes en nadie

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Ya no sabía dónde poner mi atención; ya había asaltado su refrigerador, revisado las revistas sobre la mesa ratonera y estudiado las pocas pinturas sobre la pared. No había ninguna fotografía o artículo personal a la vista más que su mochila, que me tentó muchas veces a explorar su contenido, pero mejor decidí hacer la poca tarea de las clases a las que asistí.

Arriba no se escuchaba ningún ruido; nada se caía, nadie caminaba, solo había silencio y los pequeños ruidos que yo hacía.

Abrí el refrigerador por tercera vez, sacando el tazón de fresas que había y que ya me estaba terminando. Pronto será hora de la comida y mis dotes culinarios no me dan para mucho. Después de abrir casi todos los gabinetes, pude dar con la alacena y mi boca se hizo agua al ver el chocolate líquido allí. Parecía nuevo, pero él se dio la libertad de dormir en mi cama, así que yo puedo comerme su chocolate.

Repasé los pocos apuntes que tenía, echando el chocolate sobre las fresas y después degustarlas. Gemí de placer; llevaba tanto tiempo sin comer esta combinación, pues mi madre era alérgica a las fresas y mi padre al chocolate.

—Primero me acusas de inepto y ahora te comes mis fresas, ¿necesitas algo más? ¿Crema, quizás?

Moví mi cabello a un lado y seguí leyendo mientras engullía una rica fresa bañada en chocolate, sin siquiera mirarlo. Me encogí de hombros.

—Podrías llevarme a mi casa.

Y para quitarle más seriedad al asunto, crucé mis rodillas y eché la espalda hacia atrás, comiendo otra deliciosa fresa.

Escuché sus pasos, pero no levanté la mirada del mismo apunte que llevaba leyendo desde hace quince minutos. De reojo me percaté como se sentó en el piso, a un lado del sofá, y tomó una fresa.

—Creí que eres intolerante a la lactosa —resalté

—Mi madre encarga este chocolate para mí.

Asentí y cerré el cuaderno, enderezándome para mirarlo a los ojos, pero él veía hacia la ventana, con el cuenco de fresas sobre una mano.

Hundí el ceño y bajé del asiento para sentarme a su lado en la alfombra. Nuestros hombros se tocaron y mi rodilla rozó su muslo enfundado en un jeans de mezclilla negra.

—¿Por qué no vives con tus padres?

—¿Por qué tú no vives con los tuyos?

—Mi mamá murió hace tres años en un accidente de avión —me sinceré, estirando el brazo para tomar otra fresa; él acercó el cuenco hacia mí, sin verme—, y mi papá me envió acá para...

Guardé silencio y solo comí. No voy a abrir mi corazón a una persona a la cual no conozco y que, aparentemente, no le importa nada ni nadie.

—Para no afectar su imagen —masculló, y eso es justo lo que iba a decir (en parte)—. Mis padres son... ¿cómo decirlo?

—¿Devotos? —sugerí la palabra que usó Valeria.

Él ríe, echando la cabeza hacia atrás en el asiento de cuero; el sonido de su risa me estremece más que sus palabras anteriores. Es un sonido ronco, pero no deja de ser armonioso. No sé qué le causó tanta gracia.

—Lo dices como si fuera malo —por fin sus ojos me vieron, y sus facciones parecían relajadas. Ahora, creo, puedo ver lo que Samantha ve en él—. No quería crearles problemas, ellos harían lo que sea por ocultar mis malas acciones, así que decidí mudarme.

Perfectamente caóticosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora