DIECISÉIS: Secretos revelados

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Ser una coartada ya no es suficiente para el embrollo que tenemos, razón válida para estar frente a Roger checando la asistencia de Baruc y echándome vistazos de curiosidad mientras pico un poco de fresas. Acepta el pase que le otorgó como permiso y salió de la casa sin comentar nuestra estadía en fiscalía. Lo más seguro es que se le avisó de esa falta en el historial de Baruc, quizás para tenerlo más vigilado.

—No les eches crema —me recordó o pidió, la verdad sigo sin identificar los tonos en su voz. Casi todos suenan igual.

—Tranquilo, no morirás a manos de la lactosa.

Doy un vistazo cuando lo escuché acercarse y creí que su objetivo era hacer algo en la cocina como sacar más comida o un utensilio, no colocar sus manos en mis caderas y apoyar la barbilla en mi hombro. Su cercanía revolvió mi estómago de nervios y mi corazón se aceleró; puse de todo mi esfuerzo en mantener tranquila mi respiración, pero la suya chocando contra mi piel no ayudaba mucho.

—¿Qué haces? —pregunté con la voz temblorosa. Sentí su sonrisa.

—Observo como cortas.

—¿Es necesario tocarme y estar tan cerca de mi cuerpo? —Temí cortarme un dedo por la progresiva falta de control que estoy teniendo de mis extremidades.

—¿Te molesta? —Sus manos se apartan unos milímetros, sigo siendo capaz de sentir el calor que emana y se fusiona con el mío.

—No —admití—, pero me da nervios.

—¿Por qué? —Sus manos volvieron a tocarme, esta vez acompañadas de un poco de presión sobre mi carne que me causó un estremecimiento.

—Hace tiempo que no estoy con un chico —comenté echando los trozos de fresa en un cuenco para tomar otras enteras y cortarlas—. Cuando Mario desapareció, ya tenía una mala reputación con la muerte de Conrado y de Isaac; nadie me quería cerca. Incluso me señalaban de que yo era la responsable.

—Por eso te culpas de lo que les pasó —dedujo. Solté el aire con lentitud y seguí cortando mientras me acostumbraba a su toque; pero las cosquillas en el vientre regresaron cuando deslizó sus manos para rodear mi cadera.

«Ay, Dios. Aquí moriré; por eso no me ahorcabas, ¿eh? Ahora todo cobra sentido». Será una buena muerte, solo espero no aparecer en algún programa de muertes estúpidas o mi fantasma atormentará a los productores eternamente.

—¿Quieres ver qué no eres un agujero negro que consume toda la luz a su alrededor? —mordió la parte blanda de mí oreja y estuve a nada de cortarme los nudillos cuando el cuchillo se me resbaló.

Tragué en seco y giré mi rostro, quedando muy —¡demasiado!— cerca del suyo, tanta que la punta de nuestras narices se rozaron.

—¿Qué pretendes? ¿Ser mi novio? —me burlé. El timbre de su casa fue la campaña que nos salvó de esta situación. Baruc sonrió y se apartó.

Piqué el resto con rapidez. Creo que es la primera vez en que escucho que alguien toca el timbre, por lo general entraban sin ninguna pena.

Levanté la mirada siguiendo a Baruc, caminaba de espaldas a la puerta.

—¿Suena como una mala idea?

—Como una pésima, diría yo.

—Qué bueno, porque no soy un chico de relaciones. Solo soy tu compañero de clases —guiñó su ojo y solo atiné a reírme.

Tomé el cubo lleno de trocitos de fresa, junto a dos tenedores, un plato hondo pequeño para echarle crema y un poco de azúcar. Haciendo maniobras con las cosas, también sujeté el cuello del bote de chocolate líquido.

Perfectamente caóticosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora