Capítulo 1

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Todo lo malo ocurre cuando nadie vigila.

Los observo fijamente.

Son tres, solo tres. Atrapando entre sus manos las pelotitas de nieve, lanzándolas al cielo y permitiendo que se mezclen con sus cabellos o que, simplemente, regresen al suelo. Juegan emocionados, se persiguen unos a otros y luego van hacia los columpios. No cargan preocupaciones y por esa simple razón, las almas inocentes son tan felices.

Los abetos del parque, sin podar desde hace una década, logran camuflarme. Yo los veo, ellos no a mí. Pero ya no me conformo con solo observar.

Nadie vigila.

Esta es una excelente oportunidad para acercarme a ellos, para convertirme en su amigo, para hacerlos confiar. En mi bolsillo izquierdo escondo una de las aves de madera que tallé en mi nido -mientras mi mente se preparaba para actuar-, pero no creo que llame la atención de los pequeños.

Dos niñas y un niño. Se balancean en los columpios.

Los veo, nadie vigila.

En mi bolsillo derecho siempre llevo caramelos. De envoltorios celestes, porque ese es un color que los atrae.

Chasqueo mis dedos, los hago tronar, trato de alejar los nervios. Me acerco, y con cada paso aumenta mi ansiedad. Analizo a detalle sus rostros. Mis labios se arrugan al escuchar sus risas. Quiero llevar las manos a mis oídos. Evitar que el incesante sonido se cuele por ellos y me atormente. Respiro, el corazón se presiona contra mis costillas.

-¿Quieren uno? -les pregunto, estirando mi mano hacia ellos.

Los ojos de las dos pequeñas brillan y me emociono. Ambas asienten, porque quién a esa edad logra resistirse a un caramelo. El niño, en cambio, niega y se marcha mostrándose renuente a aceptar lo que le ofrezco. «Obstinado como su padre» pienso.

Masajeo mi nuca, un escalofrío acaba de erizarla.

Le veo correr rumbo a casa. Con los cordones de las botas mal anudados y las suelas dejando el rastro que necesito. Es precavido. Mira hacia atrás cada veinte segundos como si presintiese que voy siguiéndolo.

-Es él -susurro-. Lo quiero a él.

Nadie vigila.

Podría atraparlo en mis brazos, cargarlo en mi hombro y adentrarme en el bosque. Podría saciar mi vorágine en este preciso instante. Podría. Pero continúo siguiéndole hasta a su hogar como si de un reflejo incondicionado se tratase. Con cautela, está claro. Porque a su edad aunque se es inocente, no se es tonto.

Voy a esperar aquí -tras este laberinto de ramas secas, maleza y nieve- hasta que llegue la noche. Entonces tomaré el riesgo de adentrarme en su habitación, esa, la de la ventana que da al oeste y queda a pocos metros del suelo. Arruinaré su descanso para que juguemos juntos.

Y solo si ríe demasiado alto, le quitaré la vida.


Las risas de Escamez TERMINADADonde viven las historias. Descúbrelo ahora