Capítulo Siete

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La lluvia había cesado notoriamente y, aunque no había rastro de que iba a parar, Bela emprendió el viaje al norte con un poco de temor.

La abogada mira de reojo a su copiloto, no es maravilloso tener su compañía, pero viendo que su hijo está muy callado por la invitada, llegaban al lugar en un sepulcral silencio. Y tampoco es que le incomoda estar así ni la misma morena se veía frustrada, pero no eludió apartar la mirada de ella en cada semáforo, su cuerpo temblaba y se abraza más fuerte. La calefacción está a su tope, ella se encontraba seca ya y su hijo seguía metido en la consola, entonces ¿por qué la docente tiembla tanto? ¿Es tan friolenta? ¿Por qué no puede dejar de pensar que le molesta verla incómoda y odia esa sensación de quererla cómoda a su lado?

En efecto, un gruñido. Le dice a Daniel que le pase otra sábana que esté seca y el pequeño cumple. Se lo tiende a la morena quien no se molesta en tomarla con rapidez. Un gran respiro, parece haber funcionado. Pero la lluvia incrementa; se ve que en el norte todo el tiempo estuvo con tremendo aguacero y cae un relámpago que la hizo desviarse por dos segundos de la carretera. Parquea el vehículo cuando estuvo tan cerca del restaurante.

Apreta el volante con fuerzas, sus nudillos se ponen blancos como el color de su rostro. Se tensa y todo es notorio, esta mujer puede ser tan clara como el agua. Inhala profundamente y varias veces mientras que su hijo, alarmado por el brusco movimiento, pregunta qué ha ocurrido sin obtener respuesta. La profesora se apresura en decirle que todo está bien con una sonrisa cálida. Mas la abogada no salía de su perturbación.

-¿Estás bien? -pregunta preocupada. Toca su pierna y Bela recuerda que tiene compañía.

La verdad es que en ese lapso, millones de escenas pasaron por su mente.

Esa maldita noche se pintaba en las mismas, no era una simple lluvia, de esas que traen calma o hace que el olor a tierra llegue a los hogares, abrigándolos, buscando ser abrazado. No.

Era un aguacero descomunal, los relámpagos se escuchaban en cada fracción, uno peor que otro y quince minutos después de que su prometido haya partido al aeropuerto, se arrepintió enseguida de haberle pedido ese favor. Lo hubiese podido acompañar, pero la cena no se haría sola y su hijito tampoco es que le gustaba salir con tanta lluvia aunque estuviera en su vientre aún. Mateo la había obligado a quedarse en casa con un profundo beso. ¿Cómo rechazar la petición?

Se imagina si así fue el escenario del trayecto, si la neblina no le permitió ver a Mateo las luces de aquel remolque que venía a velocidad, si sus padres iban descansando en la parte de atrás o hacían mil y un preguntas sobre su nieto que venía en camino. Se pregunta si Mateo estaba tranquilo, si los tres regresaban en armonía a la casa. Si Mateo no estuvo aterrado mientras las gotas de la lluvia crispaban en su rostro con dureza. Si sus padres estaban juntos hasta el final. Si alguno sintió dolor mientras se desangraban, la respuesta no la quería dar, pero en efecto, sí lo sintieron.

Se pregunta en dónde estaría ahora si no le hubiese pedido a su prometido que recogiera a sus padres al aeropuerto cuando ellos mismos decían que podían quedarse en un hotel la noche. ¿Por qué no hizo caso? Siempre será su maldita culpa.

-Yo... -dijo en voz baja, viendo a su alrededor.

Su hijo estaba atrás también viéndola, consternado y ni se diga la mujer de su lado. Bela odia conducir en estos tiempos. ¿Por qué no pensó en hablar con la profesora mañana? Así su hijo no comería comida grasienta, ni estuviera conduciendo con este clima, ni estaría pareciendo una demente al parquearse de tal forma, ni la morena se hubiese dado cuenta de que, desde esa noche, Bela le teme a los truenos.

-Yo no... no preferiría manejar con esta lluvia.

-¡Pero estoy que muero de hambre, mamá!

La frase la sacó de sus casillas y mira furiosa a su hijo.

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